Parte 1 – La animalización y la deshumanización como regresión cultural: introducción
Parte 2.-Una extraña animalización: progresar regresando
3.- Otros paradigmas de la deshumanización: neotribalismo y puerilismo
El paradigma toynbeeano, quizá por su fuerza y contundencia, no ha tenido éxito en la posmodernidad, aunque fácilmente es ensamblable con otros paradigmas que sí han sido reconocidos. Maffesoli, recogiendo una tradición que arranca desde Durkheim y su teoría las representaciones colectivas, hasta Durand y su elaboración conceptual de “lo imaginario”[1], nos presenta el concepto de neotribalismo. Éste, en cuanto fenómeno posmoderno, reposa sobre un imaginario colectivo que sirve como reconocimiento y vinculación entre los individuos de determinados grupos o comunidades (Maffesoli, 1990, p. 228 y ss). Esta vinculación tendría como sustento una experiencia vivencial conjunta y emocional. Estaríamos ante una nueva religión, re-ligación, de los hombres como respuesta a la sociedad de masas y al individualismo a que nos aboca. El mundo real así, gracias al neotribalismo, se transforma en una “trascendencia inmanente”.
El ethos de esta sociedad consistirá en experimentar vivencias en cuanto que comunitario/personales como una forma de reapropiación de la existencia. Si Aristóteles definía al hombre como un animal político, en la fase del neotribalismo la política será sustituida por la búsqueda de vivencias colectivas: “… bajo sus distintas formas, se niega a reconocerse en cualquier tipo de proyecto político, no se inscribe dentro de ninguna finalidad y tiene como única razón de ser la preocupación por un presente vivido colectivamente” (Maffesoli, 1990 p. 138). Igualmente, señala Maffesoli: “el neotribalismo se caracteriza por la fluidez, las convocatorias puntuales y la dispersión. Solo así se puede describir el espectáculo callejero de las megalópolis modernas. El adepto al jogging, el punk, el que tiene un look retro, el típico niño pijo, los saltimbanquis callejeros, todos ellos nos invitan a un incesante travelling” (Maffesoli, 1990 p. 140).
La muerte de la política, uno de los atributos del hombre, tenderá a diluir lo “trágico” de la existencia, para ser vivida como una sucesión de experiencias. Herbert Marcuse soñaba que la culminación de la sociedad política tras la “inevitable” decadencia del capitalismo, debía ponerse más en manos de una imaginación creativa que no en la racionalidad. Puestas en marcha las fuerzas de la imaginación: “Como tales, ellas orientarían, por ejemplo, la reconstrucción total de nuestras ciudades y del campo; la restauración de la naturaleza tras la eliminación de la violencia y la destrucción de la industrialización capitalista; la creación de espacio interno y externo para la privacidad, autonomía individual, tranquilidad; eliminación del barullo, de los públicos hipnotizados, de la convivencia forzada, de la polución atmosférica, de la fealdad” (Marcuse, 1967, p. 50).
Una vez eliminada hasta la “fealdad”, en el fondo, la descripción coincide con la antítesis de la sociedad neotribal definida por Mafessoli. Este mundo ideal nos alejaría de la “animalización” ya que: “Cada uno de nosotros debe crear en sí mismo, e intentar la creación en otros, la necesidad instintiva para una vida sin temor, sin brutalidad y sin imbecilidad” (Marcuse, 1967, p. 57). Sin embargo, el mundo que se esboza ante nosotros es un mudo regido por el miedo, la violencia y la puerilidad.
Uno de los paradigmas menos mencionado y más presente en nuestra época es el “puerilismo”. Huizinga, en una obra muy previsora de la evolución que sufriría la sociedad occidental tras la segunda guerra mundial, definía el fenómeno: “[por] Puerilismo queremos denominar la actitud de una comunidad que se conduce más puerilmente de lo que debiera consentirle el estado de su discernimiento y que, en vez de elevar al muchacho al estado de hombre, adapta su conducta al nivel de la edad pueril” (Huizinga, 2007, p. 153). El puerilismo puede manifestarse de múltiples formas. Por ejemplo, como señala Sabato: “Otro valor perdido es la vergüenza. ¿Han notado que la gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que entremezclados con gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones, como si nada? En otro tiempo su familia se hubiera enclaustrado, pero ahora todo es lo mismo y algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan como a un señor” (Sabato, 2000, p. 29).
El puerilismo se manifestaría también en la búsqueda insaciable de vivencias colectivas como formas de religación identitaria, en la ausencia del “sentido trágico de la vida”, en la comicidad extendida por el tejido vital, sólo interrumpido por arranques de sentimentalismo irracional. Todo ello acompañado de una constante habilidad de autoengaño y falsificación de las relaciones sociales. En la mitología clásica este perfil era el propio de un animal antropomórfico, el trickster. Este ser, a veces semidios, a veces animal, que se adaptaba a la forma humana era un experto en engañar y saltarse las normas. Maffesoli, tomará esta figura como un arquetipo del neotribalismo: “Quiero señalar que se trata aquí de una constante que hallamos en todas las culturas. El arquetipo del trickster, cuya función es, justamente, aportar una compensación a la rigidez de lo que, a la larga, se ha vuelto rígido. El loco del rey, el bufón, o el saltimbanqui, no representa, simplemente, una figura individual. Adquiere, en ocasiones, una forma colectiva. Y permite así que emerja nuevamente la profundidad no racional del vasto territorio de los instintos sociales. De su imaginario, de sus pulsiones lúdicas, de sus desencadenamientos oníricos. Jung, quien ha abordado, numerosas veces, dicha irrupción, habla del lugar del bribón divino. Atinada expresión en tanto subraya la importancia del exceso en la estructuración social. Importancia que es en vano negar, pues este bribón, siempre, reaparece. En sus excesos mismos, como expresión del cuerpo social que le permite escapar a las lánguidas ilusiones de una atmósfera aséptica y un poco mortífera.” (Maffesoli, 2009, pág. 30). Este infantilismo colectivo que vivimos nos aproxima nuevamente al concepto de “regesión”.
[1] Cf. Gilbert Durand (2000), Lo Imaginario, Barcelona: Ediciones del Bronce.
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