La desaparición del rostro y la transformación del cuerpo (y 6)

 

Parte 1 – La animalización y la deshumanización como regresión cultural: introducción

Parte 2.-Una extraña animalización: progresar regresando

Parte 3. – Otros paradigmas de la deshumanización: neotribalismo y puerilismo

Parte 4. – Regresión y pureza: nuevas pedagogías y terapias

Parte 5.- La crisis del lenguaje: hombres que gruñen y animales que hablan

La desaparición del rostro y la transformación del cuerpo

bac.jpgLos animales tiene cabeza y los seres humanos tienen rostro. El “síndrome de Walt Disney” al que nos hemos referido antes, hace que muchas personas busque un “rostro” en sus mascotas. Cosa harto imposible. Por eso, uno de los ámbitos de la “regresión-progresiva” atañe al rostro y al cuerpo humanos. En el plano simbólico, la representación del cuerpo humano en el arte nos aproxima a esta intuición. Para ello podemos tomar uno de los pintores más paradigmáticos del siglo XX: Francis Bacon. Este artista observaba afanosamente fotografías de animales para hallar en ellas la quintaesencia de lo humano. Buscaba captar al hombre despojado de su humanidad e inmerso en su animalidad; el resto era «una glosa a la civilización, encubridora de la maraña de furia y del bramido de miedo que se escondían en grandes cantidades en seres humanos» (Peppiatt, 1999, p. 162). Esta descomposición del hombre que ilustra Bacon, tiene su analogía en la propia descomposición del arte.

El animal no es artista, pero aunque el hombre nunca pueda abandonar plenamente su condición de artista, sí puede desestructurarla. Esta es la tesis, tardía, que presenta Ortega y Gasset, frente a la aparición de las vanguardias, con su obra La deshumanización del arte (1925). Pero aún así, un arte “deshumanizado” sigue siendo, para Ortega, humano. La deshumanización del arte sería un medio necesario para llegar a un arte profundamente humano aunque incomprensible (deseo de Ortega que no se ha realizado). La crisis de la “racionalidad” en el arte, será retomada por María Zambrano, al comentar este texto de Ortega.

zam.jpgEn su obra La agonía de Europa, reconoce su sorpresa por un arte que califica de “extraño”, empeñado en la destrucción de las formas, especialmente las del rostro humano. En ello, “la deshumanización del arte no sólo se hace patente, sino que se perpetra el asesinato de la deshumanización del mundo (…) Ya no se trata, pues, de un cambio en la representación de lo humano, sino de la destrucción del principio de representación mismo, de la posibilidad de una visión humanizada de la realidad«. Zambrano concluye que; «Estamos en la noche obscura de lo humano«. Para no caer en el derrotismo, la discípula de Ortega propone que Europa, el hombre occidental en definitiva, debe reconocer sus límites y rostro deformado para volver afrontar una “resurrección” (Zambrano, 2000, p. 47).

El ámbito artístico es meramente una representación de realidades latentes en la sociedad y en ella descubrimos las tensiones de una cultura. Estas tensiones no pueden dejar de afectar a todos los ámbitos de la realidad humana incluyendo el propio cuerpo. Como señala Bourdieu, el cuerpo es “una forma particular de experimentar la posición en el espacio social” (Bourdieu, 1986, p. 184). Las tensiones y dinámicas sociales acaban manifestándose en la consideración y trato del propio cuerpo. Igualmente, lo que hacemos con el cuerpo, bajo apariencia de irreductible derecho individual, quiere significar consciente o inconscientemente nuestro deseo de ser reconocidos de alguna forma por la sociedad.

Analizaremos como parte del proceso de “animalización”, las posmodernas costumbres de tatuarse y marcarse el cuerpo, que nos acercan a nuestros ancestros culturales. Durante siglos, en Occidente, despareció la omnipresente costumbre humana de tatuarse el cuerpo. Lo que había sido una costumbre universal desde el inicio de la humanidad, desapareció en la cultura occidental a partir del siglo VI. Ello podría explicarse por la influencia cristiana que recoge la aversión judía a marcarse el cuerpo: “Y no haréis rasguños en vuestro cuerpo por un muerto, ni imprimiréis en vosotros señal alguna” (Deuteronomio 19, 28).

pud.jpgPero el rechazo a la costumbre pagana de los tatuajes no explica necesariamente esta desaparición, sino, a nuestro entender, es la transformación del sentido del cuerpo en la cultura occidental lo que más afectará. Con el cristianismo la relación cuerpo-espíritu cambió radicalmente al lograrse una armonía hasta entonces desconocida. Cuando se ha querido estudiar el origen de los tatuajes, sus funciones y sentidos, prácticamente no hay una respuesta múltiple, sino que parecen corresponder a muchas lógicas diferentes que podrían ir desde el atractivo sexual, la clasificación social, la protección mágica, la identificación totémica y un largo etcétera de finalidades (Casas, 1989, p. 111). No obstante el tatuaje, como denominador común, representa un refuerzo simbólico para reafirmar una “inconsistencia” en la realidad corpórea. En la antigüedad el espíritu dominaba el cuerpo y éste fue tatuado para darle una “fuerza” de la que carecía. La “debilidad” del cuerpo, hasta la aparición del cristianismo, residía en los “desajustes” de la unidad psíquica del “yo”.

Así lo afirmaba Mauss y recoge Marc Augé: “si la categoría del yo ha adoptado diversas formas a lo ancho del mundo y a lo largo del tiempo, sólo ha encontrado su definición más acabada y más neta en ciertas civilizaciones actuales, más precisamente en las que han sido influidas o modeladas por el cristianismo” (Augé, 1993, p. 217). Ya desde los excelentes trabajos sobre la psiqué primitiva, propuestos por Lévy-Bruhl en su El alma primitiva, se ha descubierto la ausencia de una unidad psíquica en individuos de las culturas antiguas que les permite adoptar diferentes “yoes” en función de las circunstancias, incluyendo la identificación totémica que, momentáneamente, los transforma en animales. Uno de los muchos tipos de tatuajes registrados corresponden precisamente a la identificación totémica. Por tanto, en el cuerpo, se quiere representar simbólicamente ese otro “yo animal” que reside el individuo.

aug.GIFLa “unidad psíquica” que produjo el cristianismo, liberó al cuerpo de muchas de sus tensiones. La desaparición durante siglos de los tatuajes en la cultura occidental, sólo pueden tener esa explicación. Será a lo largo del siglo XVIII cuando los navegantes ingleses lo introducirán en el viejo continente, tras haberlo aprendido de la cultura maorí en la Polinesia. Durante dos siglos el tatuaje fue propio de marineros para demostrar la valía de sus arriesgados viajes, o acabó siendo una costumbre propia de desclasados. El fundador de la criminología, Lambroso, propone que por los tatuajes se puede reconocer al criminal.

Por el contrario, en la posmodernidad, el tatuaje se ha democratizado y legitimado entre amplios sectores de la población. Esta extensión corresponde con una nueva ruptura de la unidad psíquica que se produce en nuestra sociedad actual. Por poner algún ejemplo, podemos recurrir a El Antiedipo de Deleuze y Guattari en el que se vislumbra la esquizofrenia que provoca el capitalismo y se empieza a distinguir entre el yo como unidad psíquica y la mera representación de la persona como esquema intelectual (Augé, 1993, p. 222). De ahí que nuevamente, ante la debilidad del “yo psíquico” el cuerpo requiera ser “reforzado” simbólicamente mediante los tatuajes. Paradójicamente este “refuerzo” se realiza con símbolos de dominación sobre el propio sujeto.

La moda de los tatoos, ha sido complementada con otras corrientes anejas como el branding. Esta nueva costumbre consiste en marcarse la piel con hierro candente a imitación del ganado. Otra moda, el tuckering, que acompaña al piercing, consiste en insertarse en la piel ganchos metálicos, o ponerse pendientes, reproduciendo así la condición de los esclavos[1]. Otra modalidad es el cutting, consistente en cortarse la piel para que las cicatrices que se formen esbocen dibujos en relieve en el cuerpo. La extensión de estas modas no sólo refuerza la identidad en vías de perderse, sino que permite la re-ligación afectiva y la identificación comunal de la que ya hablamos.

Maffesoli_978-968-23-2529-8.600.jpgPor eso Maffesoli deduce que: “toda la demonología contemporánea reposa en el resurgimiento de este zócalo antropológico. Música gótica o metal, multiplicación de las discos de intercambio de parejas, desarrollo del fetichismo o del sadomasoquismo, del branding, que consiste en hacerse marcar por un hierro al rojo vivo, el alto estilismo bárbaro, incluso el éxito de las técnicas del New Age, o del chamanismo, todo esto pone el acento en la experiencia extraña vivida en común. Experiencias cotidianas que vuelven a poner en escena, más o menos seriamente, a veces de un modo totalmente kitsch, la memoria abismal del infierno y de sus tormentos” (Maffesoli, 2009, p. 27.). Así el proceso de “animalización”, tal y como lo hemos descrito acaba transformando la sociedad en una comunidad simbólica de esclavos contradictorios vitalmente, pero vivencialmente “felices”.

Conclusión: de Darwin a la vaca Rosita

Al final de El origen del hombre, Darwin señala el verdadero motivo de que su teoría pretenda enlazar al mono con el hombre en la cadena evolutiva. La razón no es otra que el desprecio al propio hombre, en este caso al indígena, del cual rechazaba que el hombre blanco pudiera provenir. Sus palabras son contundentes: “El que haya visto un salvaje en su país natal, no sentirá mucha vergüenza en reconocer que la sangre de alguna criatura mucho más inferior corre por sus venas. Por mi parte, preferiría descender de aquel heroico y pequeño mono (…) que de un salvaje que se complace en torturar a sus enemigos, ofrece sangrientos sacrificios, practica el infanticidio sin remordimiento, trata a sus mujeres como esclavas, desconoce la decencia y es juguete de las más groseras supersticiones” (Darwin, 1979, p. 361). La aproximación darwiniana del hombre a la naturaleza animal a través de una teoría evolutiva, sólo se puede explicar por un extraño resentimiento hacia la naturaleza humana. El darwinismo traspasó una frontera conceptual que, a la postre ha derivado en derribar otras fronteras, sean morales, incluso físicas.

Todavía en lengua francesa se puede distinguir terminológicamente lo que es “la viande”, la carne de animal, de “la chair”, en referencia a la carne humana. Sin embargo, poco a poco, la ciencia se empeña en que esta diferenciación deje de existir. Una vez la cultura ha animalizado al hombre, tal y como lo hemos descrito, ahora ya estamos preparados para que la ciencia humanice a los animales. Uno de los casos más sorprendentes es el de la vaca “Rosita ISA”. Una clonación realizada en Argentina que, tras una previa manipulación genética, puede dar leche “humana”. Ya en 1995, el Dr. Charles Vacanti y la Dra. Linda Griffith, del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), injertaron una oreja humana bajo la piel de un ratón.

Este es uno de tantos experimentos en los que se mezclan la naturaleza humana con la animal. El riesgo moral es tal que un grupo de científicos británicos, encabezado por Martin Bobrow, de la Universidad de Cambridge, reclama un código que regule de forma exhaustiva y rigurosa el uso de material humano en animales (en inglés ACHM, Animals containing Human Material). Temen lo que se empieza a denominar la «ciencia Frankenstein”. En conclusión, lo que ha sido la eliminación de una frontera en el ámbito meramente conceptual, paralelo a una transformación cultural, puede ser un riesgo real para la naturaleza humana.

©Javier Barraycoa

 NOTAS:

[1] En el libro del Éxodo ya se señala el agujerear la oreja como un signo de esclavitud: “entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lezna, y será su siervo para siempre”, Éxodo, 21, 6.

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