
Alfonso XIII despachando con el General Primo de Rivera
Desde que Carlos II, “El Hechizado”, dejara en su testamento el inmenso imperio español al duque de Anjou, futuro Felipe V, la historia de España ha quedado indisolublemente unida, para bien o para mal, a la dinastía de los Borbones. Bien es cierto que en su entronización medió una Guerra de Sucesión de la cual algunos todavía suspiramos porque hubiera tenido otro resultado. El caso es que durante tres siglos la historia de la piel de toro ha estado condicionada por una saga de reyes que milagrosamente han sobrevivido a todos los avatares habidos y por haber, pasando por dos esperpénticas repúblicas.
Aproximarse a la historia de los Borbones produce una anfibología difícil de explicar. Por un lado cobra tintes tragicómicos, por la catadura de algunos de sus miembros; por otro lado te aboca a la ilusión de una telenovela donde los personajes e hilos argumentales se secuencian superándose unos a otros en contradicciones, aciertos, ocasos, sorpresas, morbideces, rutilancias, éxitos, traiciones, fracasos, pasiones y rencores. Lo misterioso del caso es que, como cumpliendo una inexorable ley histórica, los Borbones siempre han conseguido sobrevivir en la historia, reapareciendo como el Guadiana cuando todo el mundo los daba por finiquitados. Y sí, sorprendentemente siempre resucitaban sin haber hecho nada especial, salvo dejar que los acontecimientos devinieran.

Alfonso Carlos I
Incluso tras la muerte de Fernando VII, un caso digno de estudio clínico, la dinastía de los Borbones se escindió en dos ramas que abanderaron las famosas dos Españas: la liberal y la carlista. Las fratricidas guerras civiles prolongaron inusitadamente dos fidelidades monárquicas e ideológicas durante un siglo. Por una parte, las élites liberales, burguesas y urbanitas, masonas y revolucionarias, incluso eclesiales, juguetearon con la rama isabelina; y en el otro lado del pugilato, el bando compuesto por los sectores más populares y las capas campesinas, el bajo clero, las pequeñas aristocracias rurales y artesanales, tendieron a identificarse con el carlismo. Las dos Españas se empezaban a esbozar hasta cristalizar en conflictos que fueron más allá de la mera reclamación legitimista. No es objeto de este texto repasar la historia de España, lo que nos lleva a tener que elegir un punto de arranque: la Guerra Civil. Esta nueva lucha fratricida se producía en el primer tercio del siglo XX.

Franco y D. Juan
Un Borbón, Alfonso XIII, haciendo gala de sus «responsabilidades» políticas, salió corriendo de España nada más enterarse de los primeros resultados de unas elecciones municipales que parecían dar la victoria a los republicanos, aunque a la postre la ganaron las candidaturas monárquicas. Pero para cuando las circunstancias se aclararon la borbonada ya estaba hecha y Don Alfonso en el exilio. La república –controlada finalmente por los doctrinarios anticlericales- llevó inexorablemente al enfrentamiento de las dos Españas. Este dato biográfico, a propósito, no lo olvidó nunca Franco. Cuenta López Rodó que en 1910, en la primera entrevista que el general mantuvo con el monarca, ambos comentaron la noticia del día, la salida de la familia real portuguesa, camino del exilio. Alfonso XIII le dijo que nunca un rey español se comportaría de tal guisa. Y a continuación Franco le dijo a su ministro tecnócrata: «Ya ve usted, en el año 31 el rey se marchó».
No repetiremos lo que todo el mundo sabe, pero sí que haremos hincapié en aquello que nos permita arrancar nuestra historia. Franco se levantó en favor de la república y en contra de su desgobierno. Lo que en un principio era un pronunciamiento de estilo decimonónico para salvar una inestable república se convirtió, para una parte de la nación, en una “Cruzada” que deseaba la vuelta a una España tradicional. El fervor monárquico en la España nacional (y tradicional) acabó obligando a que la bandera republicana fuera sustituyéndose por la rojigualda. Pero los monárquicos alfonsinos no dejaron de ser una minoría en las trincheras bajo la organización de Renovación Española. Por el contrario, más de cien mil requetés voluntarios, descendientes de los viejos leales a la causa carlista, dejaban a la opción alfonsina en el ridículo numérico, aunque siempre tuviera sus respaldos entre la nobleza liberal y una parte de la burguesía patria (especialmente la catalana). El caso es que, acabada la Guerra Civil, el país se encontraba en una situación políticamente esperpéntica.

Primera bandera rojigualda que salió a la calleen el Alzamiento del 36
Lo extravagante del asunto era que el alzamiento militar había sido diseñado por un general monárquico, Sanjurjo, que moriría misteriosa y precipitadamente en un accidente, justo cuando se despertaban sus recuerdos de infancia carlista y presentaba a Fal Conde a sus hijos uniformados de Pelayos (la sección infantil del carlismo). A su vez, el “director” efectivo del pronunciamiento en la península era Mola, un militar sin especial devoción monárquica. “Exiliado” en Pamplona, el general había contactado con las fuerzas carlistas que, a la postre, le dejaron entusiasmado; y que fueron las que le obligaron a pactar un alzamiento con la bandera monárquica y no con la tricolor republicana. Pero Mola también fallecería de accidente, en circunstancias no menos polémicas. Franco se encontró encabezando una sublevación (sobre la cual apenas unas semanas antes nadie sabía lo que pensaba) con tintes claramente antirrepublicanos, y enarbolando una bandera que no era la originaria del pronunciamiento.

Franco y Juanito
Para colmo, Franco ganó la guerra y súbitamente se halló rodeado por una parte de entusiastas falangistas, que nunca lo habían sido hasta ese momento, como su cuñado Serrano Súñer, pero que en la mayoría de los casos sí se habían distinguido en sus biografías como furibundamente antimonárquicos; por otra, de un renacido carlismo que reclamaba una monarquía tradicional pero que su último rey claramente legítimo e indicutido, Alfonso Carlos I, había muerto sin sucesión directa a los pocos meses de iniciarse la guerra; y por último, de un finiquitado Alfonso XIII (moriría en 1941) que ahora reclamaba un trono que años antes había abandonado con toda impunidad, dejando España a las puertas de una cruentísima guerra civil. Eso sin contar con un profundo lío familiar que iba a complicar, hasta décadas después, la dilucidación de cuál sería el futuro patrio (entre medio de las disputas entre D. Juan y «juanito», el futuro Juan Carlos I). Y justo en esta complicada situación -tras sorprendentes vericuetos- nos acabaría llevando a lo que hoy estamos viviendo. Pero eso es una historia muy, muy larga, que iremos relatando.
© Javier Barraycoa
Texto extraído de «Doble Abdicación» (Stella Maris, Barcelona, 2014)