La familia educadora parte 1.
Pare 2. – Psicologización de la familia y culpabilización de los padres.
Durante mucho tiempo filósofos y sociólogos, no precisamente creyentes, identificaron la familia monógama con la modernidad. Pensadores como Durkheim, Hegel, incluso Engels, explicaron la familia monógama como fruto de un proceso social evolutivo que quedaba prácticamente culminado en la modernidad. De ahí que defendieran el carácter “superior” de este tipo de familia sobre otras formas familiares. Ninguno de estos autores modernos, apenas pudieron percibir futuras evoluciones conceptuales[1]. Sin embargo, en la posmodernidad, se han generado nuevos discursos que han desplazado estos “dogmas modernos”. En intentos más o menos frustrados de prolongar las tesis evolutivas de Hegel, muchos autores actuales han querido teorizar sobre la “nuevas evoluciones” de la familia.
A modo de ejemplo, el sociólogo Ignacio Sotelo, simplifica esta evolución en los siguientes términos: “En la Antigüedad, la familia perdió su dimensión política; en la modernidad, la económica; ahora sólo conserva la afectiva”. De tal forma, que “reducida a un conglomerado de vínculos afectivos, la familia ha dejado de constituir la base económica de nuestra existencia, sin que proporcione tampoco el estatus social que nos identifica. Que se exprese en sentimientos y afectos favorece que se despliegue una enorme variedad de tipos”[2]. La psicologización del matrimonio, y en definitiva de la familia, sería una consecuencia de la aparición de, en palabras de Anthony Giddens, el “amor confluente”. Bajo esta nueva dimensión posmoderna del “amor” –que superaría al “amor romántico”[3]-, las relaciones quedarían dominadas por los imperativos de la satisfacción y autocomplacencia, reflexividad y pacto, pero sobre todo de los imperativos de emancipación y felicidad. Por ello, el amor confluente es, en boca del autor: “un amor contingente, activo y por consiguiente, choca con las expresiones de para siempre, sólo y único (…) La sociedad de las separaciones y los divorcios de hoy aparece como un efecto de la emergencia del amor confluente más que como una causa”[4].
Esta psicologización de las relaciones entre esposos o hijos ha generado múltiples consecuencias que han desvirtuado la función de la familia. Por un lado, se ha intensificado la subjetivación de las relaciones. Este hecho implica que las relaciones ya no están condicionadas por dimensiones morales y de responsabilidad o compromiso legal, sino por mera afectividad. Lo que algunos ideólogos señalaban que iba ha consolidar las uniones, pues centradas en la afectividad se volverían más “auténticas”, ha provocado exactamente lo contrario. Hoy las uniones, legitimadas por mera afectividad, son tan inestables como los propios afectos que las sustentan. La fragilidad actual de las relaciones matrimoniales provocan alteraciones fáciles de prever. La cada vez mayor desestructuración familiar acorta el tiempo de cada uno de los cónyuges para la educación de los hijos. Este “tiempo para la educación”, breve de por sí y repartido, debe intensificarlo por separado cada uno de los cónyuges. Los padres buscan en esos “tiempos acortados” una “densidad de vivencias” de la que carecen el resto del tiempo vital centrado en la profesión. De ahí que, en estos casos, la “educación” se ha transformado en una “dedicación”, esto es, en un volcarse desordenado sobre los propios hijos. La aparición de la familia-puzzle –familias que se componen, descomponen y recomponen- consagra el absurdo de familias construidas sobre la afectividad y la precariedad.
Por otro lado, estamos sufriendo lo que llamaríamos la imposición cultural (o política) de una “relación feliz”, o más genéricamente de una “dictadura de la felicidad”[5]. Ante la imposibilidad real de esa felicidad absoluta, son las propias relaciones las que naufragan al no conseguirse. Esta dictadura posmoderna de la felicidad, arranca políticamente con la aparición del Estado de Bienestar. Marcuse había previsto esta relación entre el Estado de bienestar y la modulación de una aspiración a la felicidad: “La conciencia feliz –o sea la creencia de que lo real es racional y el sistema establecido produce los bienes- refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social”[6]. El juicio contundente de Gustavo Bueno coincide en señalar que la “felicidad es una de las ideologías más poderosas de nuestro tiempo”. Pero esta “felicidad” es esencialmente una imposición ideológica y por ello falsa. Erich Fromm, en El miedo a la libertad, propone también que: “sería peligroso no percatarse de la infelicidad profundamente arraigada que se oculta detrás de la cobertura del bienestar”. O, con otras palabras, sorprende que en la medida que avanza el Estado de Bienestar, aumenta el malestar social.
La aspiración a una felicidad absoluta garantizada por el Estado, sólo puede derivar en una frustración constante y una precariedad relacional por no conseguirla. Este fenómeno, antes que socavar la legitimidad del Estado, la refuerza; ya que siempre se acabará buscando en el Estado el garante legal de nuevas aspiraciones relacionales y de felicidad. De ahí que la crisis de la familia, frente a lo que muchos suponían no socava el Estado sino que lo refuerza. También, paradójicamente, frente a los que anunciaban la desaparición de la familia en una sociedad moderna, la familia se ha autoerigido en el centro de todas las aspiraciones y valoraciones. Cada vez más se busca en ella, no como un bien en sí misma, sino como el último refugio del bienestar profetizado por el Estado. De ahí que seamos testigos de una “sublimación” de la familia. Ello explica cómo aquellos que, como los homosexuales, hacían de su condición sexual una alternativa a la vida familiar, ahora se obstinen en adquirir el estatus familiar (con la ayuda legal del Estado).
La sublimación posmoderna de la familia viene acompañada de una sublimación de los hijos que acabará impidiendo el proceso educativo. La lógica del industrialismo y el post-industrialismo, con la casi plena integración de la mujer en el mundo laboral, ha reducido las horas de relación con los hijos, que deben de compensarse con escasos momentos de hiperafectividad compatibles con los procesos educativos, incluyendo las correcciones y castigos. Además la experiencia práctica y cotidiana de los padres se ha ido perdiendo. De ahí que, apunta Christopher Lasch, se produzca en nuestros tiempos: “La proliferación del asesoramiento médico y psiquiátrico (que) debilita la confianza de los padres por su fracaso. Mientras tanto, el hecho de que la educación y el cuidado médico no se lleven a cabo en el hogar priva a los padres de la experiencia práctica (…) En su ignorancia e incertidumbre, los padres duplican su dependencia de los profesionales, quienes los confunden con una superabundancia de consejos contradictorios”[7]. Este fenómeno queda agravado a causa de que la sociedad del bienestar ha generado una “terapiacracia”, esto es, el imperativo de estar siempre bien y en caso contrario entregarse a cualquier tipo de terapia para conseguir una felicidad imposible.
La educación, entregada una parte importante a los expertos, queda reducida para los padres a una gestión de la afectividad y el ocio, a la elección de un colegio (del que luego se despreocupan) o a la gestión de los periodos vacacionales. Las correcciones quedan relegadas a un segundo plano, pues pueden poner en peligro el bienestar de los escasos momentos de ocio; o bien las correcciones se transforman en castigos desproporcionados[8]. No podemos olvidar, y luego incidiremos en ello, que las correcciones son fundamentales para crear hábitos que permitan posteriormente engendrar virtudes. Esta alteración de la educación familiar y la imposición de un “bienestar familiar” (entendida como una pacificación a toda costa), provoca efectos no deseados, que han detectado, entre otros, Richard Sennet: “Los hechos indican que las familias en que los conflictos son sofocados o suprimidos acaban por tener tasas mucho más altas de desórdenes emocionales profundos que las familias en que los conflictos y las hostilidades son directa y abiertamente expresados”[9].
Este espíritu de “familia feliz” provoca que las relaciones de filiación quedan deformadas, provocando un proceso de culpabilización de los padres al considerarse malos educadores. Gilles Lipovetsky señala que: “la era posmoralista (…) amplía el espíritu de responsabilidad hacia los hijos. Por eso los reproches hacia los padres no dejan de multiplicarse: son culpables de no seguir lo bastante de cerca los estudios de sus hijos, de no participar en las asociaciones de padres de alumnos, de preferir el sacrosanto fin de semana a los ritmos escolares armoniosos. La lista que enuncia las faltas de los padres es larga: se descargan de su responsabilidad en los enseñantes, dejan que los hijos se embrutezcan delante de la televisión, ya no saben hacerse respetar. A medida que el niño triunfa, las fallas de la educación familiar son más sistemáticamente señaladas y denunciadas. Ya no hay niños malos. Sólo malos padres”[10]. El Estado moderno ha inoculado poco a poco este sentimiento de culpabilización en los padres que impide el proceso educativo ya que, desorientados, prefieren entregarse en manos de psicólogos y pedagogos.
©Javier Barraycoa
NOTAS
[1] Durkheim supone que la familia monogámica es fruto de una evolución y que implica y grado de perfección superior a otras formas de organización familiar. Hegel reivindica la familia como una institución que se adecua perfectamente al Estado absoluto. Friedrich Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, parafraseando a Morgan, asiente en la superioridad de la familia monogámica, aunque presiente que podrán producirse transformaciones, pero que no se pueden prever: “Habiéndose mejorado la familia monogámica desde los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable en los tiempos modernos, lícito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir perfeccionándose hasta que se llegue a la igualdad entre los dos sexos. Si en un porvenir lejano, la familia monogámica no llegase a satisfacer las exigencias de la sociedad, es imposible predecir de qué naturaleza sería la que le sucediese”.
[2] Ignacio Sotelo, El supermercado de los modelos familiares, en El País 18 de diciembre de 2007.
[3] Giddens, como muchos autores, atribuye al “amor romántico” un carácter revolucionario, pues abre una dimensión que aleja las relaciones interpersonales de las clásicas funciones de la vida familiar, como son el sustento económico, la reproducción o la educación.
[4] Anthony Giddens, La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 2000, p. 63.
[5] Cf. Javier Barraycoa, De la felicidad imposible a la felicidad Light, VIII Congreso de Sociología del futuro, Barcelona, 2008.
[6] Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Ariel, Barcelona, 1994, p. 114.
[7] Christopher Lasch, Refugio en un mundo despiadado. Reflexión sobre la familia contemporánea, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 244.
[8] Según Santo Tomás: “la Patria potestad tiene sólo poder para amonestar pero no tiene fuerza coactiva por la cual sean forzados los rebeldes y contumaces” (S. Th., I-II, q. 105, a. 4, ad. 5.). Una parte importante del problema educativo actual, es que los padres han perdido el sentido de los castigos y correcciones y su ponderación. En buena parte, es el resultado del escaso tiempo dedicado a la educación, fruto de la actual estructura socioeconómica.
[9] Richard Sennet, Vida urbana e identidad interpersonal, Península, Barcelona, 2001, p. 112.
[10] Gilles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona, 1994, p. 165.
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La transformación del concepto de familia tras el modernismo y las leyes…donde ya no existe intimidad. En donde la sexualidad la estamos dejando bajo la responsabilidad de los colegios y donde se busca tener la igualdad de los dos sexos…..
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