Nos han prometido una nueva normalidad. Pero todo lo que estamos viendo se nos antoja “anormal”, muy anormal. Tan anormal que era normal que aconteciera. Y no estamos jugando con las palabras. Hace más de 40 años, con motivo de la preparación del texto de la Constitución del 78, Adolfo Suárez dijo aquello de que: “Vamos a hacer normal en la ley lo que en la calle ya es normal”. Pero todo era falacia. La gente ya era normal y la Constitución española fue el inicio de la imposición de una “anormalidad estructural” que ahora ha eclosionado.
Se plantó una semilla pequeña, pero con todos los elementos para que la sociedad española cambiara hasta que “no la conociera ni la madre que la parió”, Alfonso Guerra, dixit. La Constitución iba -decían- a respetar a la Iglesia católica. Los obispos no tenían de qué preocuparse, sólo de recomendar que se votara SÍ. La Constitución no era divorcista, proclamaba la noche antes del referéndum constitucional el exsecretario general del Movimiento, reciclado el “demócrata de toda la vida”.
La gente ya era normal y la Constitución española fue el inicio de la imposición de una “anormalidad estructural” que ahora ha eclosionado.
El Rey no era “responsable de sus actos”, se escribió en el texto, para tranquilizar a los inexistentes republicanos del momento. La unidad territorial estaba garantizada por el Ejército y la soberanía era inalienable. Todo ello quedó escrito en el texto constitucional, antes de que la OTAN decidiera que Ceuta y Melilla, inclusive las Canarias, no eran territorio europeo y por tanto no estaba obligada a defenderlas. O que la entrada primero en Europa y luego en la Unión Europea nos cercenara la susodicha soberanía.
Toda la mentira, toda la maqueta, todo el castillo de naipes se mantuvo hasta que una breve brisa de aire con bichitos malos, decidió devolvernos a la realidad: “La normalidad nunca había existido”. Todo el régimen del 78, cuarenta años de nuestra existencia ha sido una violencia contra el ser y estar de España. Todo era falso y anormal en sí: lo que llamaban democracia era partitocracia; la monarquía era pantomima corrupta hasta los tuétanos; la Europa de las libertades era y es burocracia asfixiante de oligarquías repartiéndose los despojos de una nación.
Toda la mentira, toda la maqueta, todo el castillo de naipes se mantuvo hasta que una breve brisa de aire con bichitos malos, decidió devolvernos a la realidad
Ya no hay Ejército que defender una unidad territorial. Y, además, da igual. Los países han dejado de medirse por metros cuadrados de superficie, sino por su capacidad de decisión en sus asuntos propios e internacionales. Y en nuestro caso, la capacidad de decisión es nula y dinamitada por el sistema autonómico (por abajo) y la Unión Europea (por arriba). El llamado “rey emérito”, ni siquiera se salvará de la quema, pues tras instrumentalizar sus malas y desordenadas pasiones durante cuarenta años, ahora lo arrojan a los pies de los mismos caballos que patearán a su hijo y su consorte nada real.
La democracia se ha transformado, como no podía ser de otra forma, en el gobierno de los mediocres. Estamos en manos de medianías que nos dan a elegir entre la ruina a la europea (intervención) o a la ruina a la bolivariana (intervención). Escojan ustedes qué nueva “anormalidad” prefieren. La Iglesia que otrora fuera complaciente con el Régimen, sólo sabe contar las casillas marcadas que cada año pierde en la Declaración de Renta, mientras ve peligrar sus colegios y patrimonio. España hace 40 años era un país austero y de gentes sencillas. Hoy somos soberbios arruinados. Ya queda escaso margen para el disimulo. Todo lo que nos tocará vivir, ya estaba contenido en la Constitución del 78. Nosotros lo avisamos. Nadie nos creyó. Disfruten de la “nueva anormalidad”.
Enhorabuena Javier por el escrito. Pensamos, gracias a Dios, exactamente como tú lo describes. Dios os guarde ¡Viva Cristo Rey! Josep María de Sanjuan Llop
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Casi cualquier definición de una realidad compleja en una linea de longitud es imperfecta, necesariamente. Pero ésta definición me ha gustado mucho porque ronda la perfección: «España hace 40 años era un país austero y de gentes sencillas. Hoy somos soberbios arruinados».
Creo que los cambios sociales son lentos, y no terminamos de ser conscientes de éste cambio que se avecina, en tanto no nos toca personalmente y no afecta a nuestro círculo de convivencia y laboral.
Tengo 53 años. Nací en una España de niños, hoy de personas maduras y ancianos.
El escenario de crecimiento natural en el que todavía mi generación se hizo adulta, consistía en encontrar un trabajo, formar una familia y tener hijos.
Ese escenario ya no es tal. La supremacía del «yo» ha hecho que la moda actual consista en anteponer el bienestar personal y la independencia al proyecto familiar, a la dependencia libremente asumida, al compromiso.
La consecuencia es una discontinuidad demográfica formidable que nos va a deparar tensiones sociales irremediables, a las que todavía no ponemos cara. Pero «los números son cabezones». La realidad se impone.
La demográfica es una más de las manifestaciones de la dramática pérdida de identidad propia de Europa, de Occidente. Las causas son varias. El mundo se mueve bajo nuestros pies. Nos ha tocado vivir un fin de época.
Mi padre, nacido en 1928 y fallecido hace unos meses, vivió probablemente un cambio social como pocos individuos han vivido en la historia. Me pregunto si mi generación, el baby boom de los 60, lo superará.
No soy pesimista, pues asumo la existencia de una naturaleza humana, y nuestra capacidad para lo mejor y para lo peor. Pero echo de menos algunas cosas que nos hemos dejado en los padres, en los abuelos, en la calle, en el pueblo, en la montaña, en la iglesia, en la tertulia sosegada de la paz familiar…a cambio de otras que nos han cargado con un laste mental para alcanzar la felicidad: exceso de información, primacía de lo inmediato, incapacidad para la lectura y la reflexión, virtudes despreciadas y vicios socialmente bendecidos, sentimentalismo desconexo de la trascendencia…
Gracias D. Javier.
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