Hay hechos históricos que permiten revivir viejos legajos que yacían polvorientos en estantes inescrutables. Lo que está aconteciendo en Cataluña, ya no estas semanas, sino estas décadas, me ha despertado el recuerdo de Santiago Rusiñol. Y más en concreto una de sus novelas olvidadas titulada El catalán de La Mancha, publicada en 1914. La lectura de este centenario escrito, reverdece la sonrisa con una ironía de estas que se estilaban antaño y que ahora hemos sustituidos por groserías en tuits que hasta nos parecen graciosas. Aunque en el fondo, estos remilgos tuiteros no son más que un síntoma de la debacle cultural y humanista en las que estamos sumidos.
El trasfondo de la novela es el siguiente: plantear una reflexión sobre la imposibilidad de regenerar a España desde Cataluña, como tantos políticos habían intentado desde el General Prim, a Prat de la riba pasando por Pi y Margall. Si bien el catalanismo de inicios del siglo XX quería legitimarse como el mejor medio para la modernización de una España caduca y retrasada, ahora estamos viviendo el sentimiento inverso. Algunos, no sé si muchos o pocos, estamos viviendo el vértigo que se produce al estar a punto de pasar de una sociedad “moderna” al “pueblerismo” más abisal. Con otras palabras, tememos que Cataluña caiga sobre el paradigma del “landismo” (cuya fundador fue Alfredo Landa) pero en versión payés de Amer, provincia de Gerona.
Algunos, no sé si muchos o pocos, estamos viviendo el vértigo que se produce al estar a punto de pasar de una sociedad “moderna” al “pueblerismo” más abisal.
La novela de Rusiñol parece la hoja de ruta del separatismo y sus imposibles desenlaces. En un principio, es una devolución de un catalán a la visita que hizo el alocado Quijote a Barcelona, durante la segunda parte de la inmortal novela. El motivo de la llegada a la Mancha es que huye de los hechos acontecidos durante la Semana Trágica. Si bien a Quijano le había absorbido el seso las lecturas de libros de caballería, el protagonista de la novela de Rusiñol, también ha enloquecido por la impregnarse de los grandes revolucionarios de la época. Su cerebro ha quedado embebido los de la Biblioteca Sociológica Internacional que editaba autores como Marx y Kropotkin, entre otros revolucionarios.
En su huida se refugia en un pueblo imaginario de La Mancha, de nombre Cantalafuente, donde despierta su vocación redentora-revolucionaria y, con tonos crísticos, llega a afirmar que “aquellos cabreros necesitaban un pastor”. Sólo él estaba preparado a llevar a unos pueblerinos manchegos a la Modernidad, al igual que Cataluña que se sentía llamada a liderar España y europeizarla. La metáfora aunque evidente, no deja de ser sublime. Y sobre todo por los resultados. Una vez en el pueblo manchego, su amigo Ignacio, también catalán y más realista, le advierte de la imposibilidad metafísica de modernizar a aquellos hombres sumidos en el “embrutecimiento tras tantos siglos de vivir esclavos”. Ello no desanima al revolucionario que intenta desesperadamente organizar una cooperativa, un sindicato, un banco de crédito agrícola, una biblioteca, un semanario, un orfeón, una reforma agraria, una subida de sueldos, un mitin y una huelga. Hasta quiere construir un molino de viento para resarcir la locuraludditadel Quijote.
Rusiñol caricaturiza magistralmente el “supremacismo catalanista” que lleva no sólo a conseguir los efectos contrarios que deseaba, sino que lo aboca a su propia desgracia y destrucción.
Hemos de sacar una moraleja. Las grandes ideas sólo pueden arraigar en el terreno apropiado y, sino, suelen llevar al desastre total. Y eso es lo que acaba viviendo el protagonista de esta loca comedia. Su fracaso no sólo es patente, sino que la realidad que se vuelve contra él. Su propio hijo se mimetiza con la tierra manchega y acaba ejerciendo de torero, para profundo disgusto de un padre cosmopolita, modernos y revolucionario. El humor se vuelve cinismo, cuando su hijo Juan, que se hace llamar con el apodo taurino de Juanillo de la Mancha, morirá embestido por un toro. La tragedia se produce por una alocado amor como el que retroalimentaba la locura del Quijote. Enamorado una bailadora flamenca que no es correspondido, se enfrenta temerariamente un astado y muere.
Rusiñol caricaturiza magistralmente el “supremacismo catalanista” que lleva no sólo a conseguir los efectos contrarios que deseaba, sino que lo aboca a su propia desgracia y destrucción. El literato y pintor barcelonés, con la finura que le caracterizó, cuestiona la jactancia de aquellos catalanes que se creían superiores al resto de españoles. Hoy, la Cataluña nacionalista ha querido renovar las aspiraciones supremacistas de la Lliga de Cambó, la Convergencia de Pujol o el engendro de Puigdemont. Atados a su propia mentira, nos quieren presentar el catalanismo como la única forma de modernización y democratización. No en vano la campaña de ERC en las últimas elecciones era “La democracia siempre gana”. Y ante el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, llenaron Cataluña de plásticos en los que machaconamente sólo aparecía la palabra “democracia”. Como contrapunto, Madrid, Castilla y España, son evidentemente el reflejo del atraso, de la antidemocracia, la perpetuación del franquismo inasequible al desaliento.
La Cataluña soberbia que ha querido dar lecciones de democracia y modernidad a la “atrasada” España, ha enloquecido como el Quijote
Pero al nacionalismo catalán, que ha hecho de Bruselas su epicentro mediático, le puede pasar –o le está pasando, mejor dicho- como lo que al catalán de la Mancha. Con otras palabras, todo el halo de modernidad sólo está encubriendo un provincianismo que en su última versión nos viene de Amer (Gerona). Puigdemont y los suyos, o los que dicen ser suyos mientras conspiran contra él, se están convirtiendo en la vergüenza de los que nos sentimos catalanes. Son una mancha en nuestro historial que será difícil de borrar. La Cataluña soberbia que ha querido dar lecciones de democracia y modernidad a la “atrasada” España, ha enloquecido como el Quijote y corre el peligro de caer en el ridículo más espantoso al perpetrar nuestro peculiar “landismo a lo catalán”. Esta Cataluña pide a gritos que alguien venga a devolvernos el sentido común, ya ni siquiera esperamos la modernidad. Esperemos que esto no acabe en trágicos desamores que nos lleven a la tumba como al desairado hijo del protagonista deEl catalán en la Mancha
El problema de origen no es Cataluña, es el «Estado de las Autonomías». Hay que consultar al pueblo español si lo quiere, porque la mayoría no lo quiere.
Referéndum ya!
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