METAPOLÍTICA: Cuando falla la palabra dada

soledad

METAPOLÍTICA: Cuando falla la palabra dada

Tengo aún presente cuando en mi infancia, o preadolescencia, la primera mentira que dije. Todos hemos mentido alguna vez, por no decir miles. Las mentiras las ocultamos en forma de justificación moral, necesidad circunstancial, supremacía situacional. Podríamos poner mil epítetos para crear conceptos que oculten nuestra culpa, como Adán y Eva se escondieron de Dios tras su transgresión. Pero eso ya es mentir. El que dice que no miente, miente.

En mi época eso se llamaba pecado, ahora los psicólogos seguro que han inventado otro nombre para el que tendrán un raro y caro tratamiento. Pero sigue siendo pecado (como el liberalismo).

Mi primera mentira fue como una herida abierta que quizá nunca cura. Pues cuando eres consciente de que has perdido la inocencia, eso no lo puedes olvidar jamás. Y si lo niegas, tu vida siempre se sustentará en mentiras, esto es en nada. Ese sentimiento fue análogo al que sentí cuando por primera vez me traicionó uno de mis mejores amigos (no con una chica, sino por cuestiones de lodazales políticos). ¡Vive Dios! que si la amistad es verdadera, eso te abre el pecho y destroza los últimos restos de inocencia que podrían quedar en el alma. Con el tiempo entendí qué debe sentir Dios cada vez que le traicionamos.

Del sentimiento de culpa todos queremos huir inventando teorías filosóficas sobre las objeciones morales, las casuísticas o simplemente la relativización absoluta de todo. Pero el sentimiento de culpa nunca puede desaparecer del todo, como mucho lo disfrazamos ridículamente como hacen los padres con sus hijos en Haloween. Y el día que no percibamos realmente sentimiento de culpa, es que hemos matado la conciencia. Y sin conciencia, la vida es nada. Al menos eso es lo poco que he aprendido deambulando algo más de 50 años por este mundo.

Pero no quiero hablar de la mentira, ni del pecado original que todos arrastramos aunque nos empeñemos en negarlo. Quiero hablar de “la palabra dada”. En esa infancia o preadolescencia todavía inocente, siempre me admiraron las historias que oía sobre los sacrificios que hacían los hombres honrados con tal de no faltar a su palabra. Esa nobleza que podían poseer los más humildes que les igualaba a los reyes, me parecía –y ahora afirmo que lo es- uno de los pilares de la sociabilidad. Creo que oí decir una vez a mi padre, que la palabra sólo había que darla si uno era capaz de cumplirla.

Decir la verdad es aceptar la realidad. El honor, comprometer tu palabra, un juramento ante lo sagrado, es la entrega de tu alma. Romper la palabra dada es lanzarla al fango más maldito, pues nada eres sin ella. Cuántas veces escuché de pequeño que “un hombre sin palabra no es nada”. A lo largo de mi vida he pecado mucho y deshecho esa alianza con el buen Dios hasta hartarlo. Y él la ha restaurado con su misericordia, bajo las condiciones que todos sabemos (y el que no las sepa que lea el catecismo). No es falsa humildad lo que digo, simplemente reconozco mi naturaleza humana caída.

Las sociedades antes eran sabias y conociendo la debilidad del hombre y que quebrar la palabra era una ruptura ontológica, buscaron remedios para rehacer lo prácticamente imposible de reconstruir. Por ello se formularon caminos para restaurar el honor, sacrificios y penitencias públicas, sagrados juramentos con testigos, retractaciones públicas, …. Pero hoy, la sociedad de esto nada quiere saber, pues implicaría reconocer que lo que funda nuestra dignidad es ser fiel a la palabra dada, no la adhesión a la Declaración de los Derechos Humanos.

Tenía la necesidad de explicar esto por un motivo. Todos los que me conocen bien saben que siempre he intentado ser fiel a mis promesas y compromisos. Y también saben de mis miserias, pero por caridad no me las suelen recordar (y cuando me las dicen me pongo a la defensiva, no creo que en eso me dieferencie de otros). Conocedor de la gravedad de dar la palabra. Pocas veces lo he hecho al igual que escasísimamente he realizado juramentos, por tener plena conciencia de lo que ello implica ante Dios. Nunca banalicé esas cosas, porque en eso uno se juega el alma.

Hace cierto tiempo di mi palabra. Y al poco, la persona a la que se la entregué, me hizo ver que no había cumplido con ella. Podría justificarme y decir mil cosas a mi favor. Pero no puedo ni debo. Si la persona que confía plenamente en uno, siente que has fallado a tu palabra, es que has fallado (no busques justificaciones). Aún nos quedan ciertos medios para restaurar nuestras mentiras concretas o abstractas, privadas o públicas. Incluso es relativamente sencillo, sólo hace falta humildad, arrepentimiento y restaurar el mal hecho, pagando la penitencia impuesta.

Pero, ¿cómo restaurar la palabra fallida? Ya ni siquiera nuestra sociedad, ni nosotros mismos sabemos cómo hacerlo. No se trata de pedir perdón, no se trata de restaurar un mal derivado. Se trata de rescatar un alma y eso, los hombres, lo tenemos vedado. Ni si quiera la persona ofendida puede elevarte de nuevo a la dignidad perdida con su perdón. Es una herida que uno deberá cargar toda su vida. Hay heridas que cicatrizan y otras que supuran para siempre. Y faltar a la palabra dada, como yo hice, te deja una herida que deberás llevar siempre abierta.

Cuántas veces vuelve a mi recuerdo –acompañado de un profundo dolor- la pérdida de esa primera inocencia, la pérdida de la primera amistad y ahora la pérdida a la palabra dada.

A veces me emociono al escuchar o leer historias de hombres que pasaron la guerra o tribulaciones inimaginables y prefirieron morir antes que faltar a sus juramentos, ideales y a su palabra. Y lo confieso, aunque sea pecado, siento una profunda envidia. Pues sé que ya nunca podré ser como ellos. Y sé que ya no podré volver a ser ese niño inocente en el que el pecado original, aún estando, no asomaba. Y me entristece no poder reparar el daño causado en otra alma.

Quizá, lo único que puedo hacer, es dejar esto escrito para que si alguien lo lee no cometa mis errores. Y si alguien ya los ha cometido que pueda enseñar a sus hijos el valor de la palabra dada, como así me lo enseñaron mis mayores.

Cuando la sociedad se fundamente en la palabra dada de los hombres, entonces podremos decir que verdaderamente ha empezado su restauración. Yo ya he llegado tarde.

4 comentarios en “METAPOLÍTICA: Cuando falla la palabra dada

  1. Sólo dos cosas:

    1) Cuando te confiesas, arrepentido sinceramente, Dios te perdona. Y ese pecado, a todos los efectos, es como si nunca hubiera existido. Desaparece completamente (en contra de lo que afirman los protestantes).

    2) Y, en ese sentido, nunca es tarde para empezar y «nacer de nuevo» (estas palabras son de Jesucristo y, por lo tanto, son verdad)

    Ciertamente somos todos pecadores, pero eso nunca nos debe de quitar la paz interior, sabiendo que -si reconocemos nuestros pecados como tales pecados- estamos en la verdad. Y eso nos acerca a Dios, que es la Verdad … y, de paso, nos hace verdaderamente libres.

    Tu experiencia es, sencillamente, la de todo ser humano, con la particularidad (positiva) de que lo admites lo que hoy, por desgracia, no suele ser frecuente.

    Saludos

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  2. Brillante ensayo, don Javier. Propio de un alma profunda y una mente ágil.

    Resulta interesante, sobre todo, la relación de esta realidad fáctica, de la pérdida del vínculo de la palabra, con el alejamiento de la realidad misma, con el abandono progresivo de la ontología. En suma, la dimensión metapolítica, y por ello teológica, de esta constatación, que en este ensayo se desprende.

    Espero oír algún día que los más selectos ensayos aquí publicados hayan sido compilados en una antología.

    Saludos cordiales.

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    • Don Diego, profundamente agradecido por sus palabras. Ciertamente se ha de recuperar el pensamiento; hace falta una restauración del sentido común y del sentido de la historia. Desde estas sencillas páginas espero poder colaborar en ello.

      Saludos muy cordiales.

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