Soberanía política y soberanía social

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 Soberanía política y soberanía social

Foro Alfonso Carlos, Lliria (Valencia) 2015.

Resumen intervención

Javier Barraycoa

 

La Revolución francesa violentó toda forma de Auctoritas, para sustituirla por mera Potestas o poder. El poder, sin una autoridad, se convierte en algo ciego y sin finalidad. Por eso, la operatividad de la Revolución necesitó crear –como señala Maffesoli– una estrategia “imaginal” de autoridad. El imaginario actúa de que existe una fuente que legitima el poder, el “pueblo”, es una mera entelequia para negar que toda fuente de poder y autoridad viene de Dios.

Para entender este proceso revolucionario, hemos de aceptar lo que decía Donoso Cortés: el liberalismo (negación de todo principio de Autoridad, excepto el poder individual o colectivo del imaginado pueblo) es una especie intermedio mientras la Humanidad escoge “irse con Barrabás o con Jesús”. En este compás de espera el concepto de soberanía ha sufrido muchos vaivenes y transfiguraciones. Las resumiremos en tres.

 

1.- De la nación real a la ficticia soberanía del pueblo.

Las naciones reales contaron con una soberanía “absoluta o suprema”, en el sentido de plena y no de totalitaria (pues este último concepto es moderno). Ésta quedaba limitada de facto por muchas formas de soberanías sociales reales y reconocidas por la soberanía suprema (del Rey por ejemplo). Gremios, órdenes religiosas, Universidades, Municipios con cartas de libertades, fueros, parlamentos o cortes regionales, impedían que la soberanía suprema de un Rey se transformara en un totalitarismo absoluto. La Revolución francesa –comenta Tocqueville- eliminó todas las soberanías sociales y el poder quedó concentrado en un solo punto, al cuál se denominó “soberanía nacional”.

Max Stirner, resume magistralmente lo que significó la modernidad: se trató simplemente de cambiar de sujeto de poder. Del Derecho divino de los reyes, se pasó al Derecho divino de los pueblos. Y esto es la democracia actual.

sob2Esta forma de concebir la democracia como una forma de poder totalitario y absoluto, no escandalizó ni mucho menos a sus teorizadores. Existía un precedente en las teorías teológicas que había desarrollado el protestantismo, especialmente el inglés. Para enfrentarse al Papa de Roma, y apelar a una autoridad igual, los teólogos anglicanos elaboraron la teoría del “Derecho divino de los Reyes”, absolutamente desconocida en la teología católica de la Edad Media. Ello no quita que la Iglesia siempre ha defendido que toda autoridad viene de Dios, sin embargo los protestantes querían minimizar el poder del Papado sacralizando el poder político. De ahí esa teoría teológica absolutamente nueva. Por eso, el anarquista Max Stirner, resume magistralmente lo que significó la modernidad: se trató simplemente de cambiar de sujeto de poder. Del Derecho divino de los reyes, se pasó al Derecho divino de los pueblos. Y esto es la democracia actual.

 

2.-Del nacionalismo al internacionalismo apátrida

Desde esta perspectiva de una soberanía absoluta del Pueblo, como única fuente de poder, el resultado sólo podía ser uno: la aparición del nacionalismo. El nacionalismo no es una forma de patriotismo exacerbado, sino más bien, la negación de la virtud del patriotismo. El nacionalismo, en cuanto que teoría revolucionaria, podría explicarse como esa estructura de poder en la que se constituye un Estado redentor. El Estado-nacional puede redimir a los individuos no sólo de sus incertidumbres y precariedades (sería su dimensión de Estado de Bienestar), sino también de esas “contaminaciones” históricas que han impedido que el ciudadano sea ciudadano. La misión del Estado-nacional es la creación –a través del monopolio educativo- de ciudadanos puros según los parámetros de pureza que se hayan programado anteriormente (racial, cultural, lingüística, etc.).

El nacionalismo (negación de la Patria y cerrojo para halla lo universal en la Humanidad) deja paso a la Globalización (un universalismo sin contenido ni destino, excepto el de la productividad y esclavitud económica y de consumo).

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Los estados generales

Otra forma de entender lo que significa esta forma revolucionaria de “soberanía nacional” que crea un Estado-nacional, es que es la única forma en la que el individuo es arrancado de los restos del Antiguo Régimen. Si el instinto llevaba a los hombres a atarse al viejo Régimen, el Estado moderno será el instrumento para arrastrarlo hacia la modernidad. El “ciudadano” es el estándar del hombre moderno. Por eso, nuevamente surge la paradoja. Todos los Estados modernos han creado un hombre, un ciudadano, bajo unos parámetros estándar y por tanto son intercambiables entre sí (independientemente de la Patria de la que provengan). Todos han sido sometidos a una misma estructura de valores (o antivalores) y se les ha explicado la historia de su patria como un proceso intermedio (o mal necesario) para llegar a la situación actual. Lo que en un principio era la exaltación de la lengua propia, se convierte después en un imperativo para aprender una lengua ajena (como el inglés). El nacionalismo (negación de la Patria y cerrojo para halla lo universal en la Humanidad) deja paso a la Globalización (un universalismo sin contenido ni destino, excepto el de la productividad y esclavitud económica y de consumo).

 

3.-De la globalización a la disolución del sujeto político.

La globalización supone que los Estados modernos han configurado ciudadanos estándar capaces de ser sustituidos de un país a otro. Los Estados-nacionales, tras casi dos siglos de acción sobre sus súbditos han creado ciudadanos sin conciencia de Patria, de raíces, de valores indisociables de la propia cultura. Y, por su puesto, ya no hay capacidad de imaginar la política más allá de echar una papeleta en una urna que algún extraño recontará.

La globalización supone que los Estados modernos han configurado ciudadanos estándar capaces de ser sustituidos de un país a otro.

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Torre de Babel, metáfora de la globalización

Por eso, en esta última transfiguración a la que aspira la revolución, el poder queda en una situación totalmente abstracta, aunque no por ella inefectiva. Más bien lo contrario, la efectividad del poder global es que no reside claramente en ningún sujeto. Los Estados-nación se ven superados por fuerzas anónimas a las que se les domina con obtusos apelativos como: mercados, corporaciones multinacionales, redes de poder, etc. En definitiva no se puede controlar un poder, una potestas, que no es definible ni visible. ¿A quién acusar de nuestras necesidades y carencias? ¿a los mercados? ¿y estos quiénes son?

 

Conclusión.

Las dinámicas de la modernidad han conseguido que la política haya muerto. La experiencia del Ágora, o espacio público como condición de posibilidad de la política –señala Bauman– ha fenecido. El hombre ya no sólo desconoce el sentido conceptual de “Bien común”, sino que incluso ha perdido la experiencia del mismo. Las formas de sociabilidad natural: la familia, el municipio, la Patria, aparecen como realidades tan distorsionadas que uno parece no poder encajar en ellas. Por eso, al hombre actual, a ese ciudadano fracasado y hundido, sólo le cabe refugiarse en las denominadas “comunidades del miedo” (asociaciones que nos unen no por un bien, sino por temor, como alcohólicos anónimos, etc.) o en su soledad individualista, solamente consolada por una adicción tecnológica. La eliminación de la Autoridad, que la Revolución presentó como el enemigo del hombre, nos ha llevado a la disolución del sujeto social y casi del propio individuo.

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