
Beato Samsó
Una anécdota que nos cuenta Sureda en su magnífica obra Girona sota els Comitès, da a entender cómo intuitivamente Companys captó rápidamente la teoría marxista del caos para conseguir el orden revolucionario. La Plaza Sant Jaume, entonces Plaza de la República, no se libró de los efectos de los saqueos de las patrullas de control. Desde la Generalitat se podía contemplar cómo desde los edificios aledaños de la plaza eran lanzados a la plaza muebles, imágenes religiosas, … “Un Companys frenético salió al balcón y empezó a gritar: Orden, orden. Como no le hacían caso se vuelve a meter dentro diciendo: Orden, orden dentro del desorden”.
Cuando hay una revolución en marcha, no hay tierra de nadie: hay que estar a favor o en contra de ella. Aceptar las tácticas del terror, o no, era parte del obligatorio posicionamiento. Los líderes sindicalistas protagonistas de aquellos tiempos, estaban aplicando perfectamente la teoría del terror que hemos expuesto sucintamente en sus fundamentos filosóficos. Unos meses antes de la sublevación militar en Barcelona, Joan Peiró, en la revista Combat (28 de abril de 1936) avisaba con meses de antelación lo que se vendría encima: “Y si no son los gobernantes los que pongan freno a las descontroladas turbas del Fascio -organización infame alimentada por la Iglesia, la aristocracia y el capitalismo-, tendrán que ser las masas populares las que se tomen la justicia por su propia mano. Nosotros afirmamos que esto último sería la forma en que la justicia fuera más rápida y completa”. Hasta ahora en la historia, y hasta que no se demuestre lo contrario, cuando las masas han tomado la justicia por su mano, lo más tenebroso de la naturaleza humana ha emergido a la luz.
Cuando hay una revolución en marcha, no hay tierra de nadie: hay que estar a favor o en contra de ella. Aceptar las tácticas del terror, o no, era parte del obligatorio posicionamiento.
Esta teoría, pergeñada en plena Revolución francesa, había llegado a España dos siglos después. Los “improvisados” tribunales populares ya estaban en la mente de sus factótums mucho tiempo antes de que se fundaran. La justicia, la “verdadera” justicia revolucionaria, no podía someterse a protocolos burocráticos, garantías pequeñoburguesas, complejidades para el trabajador: debía ser directa, inmediata, pura y, consecuentemente, terrible. Joan Peiró, aunque se dedicó a criticar los asesinatos indiscriminados, tiene textos determinantes sobre la necesidad de verter sangre. En Perill a la rereaguarda, sentencia con dureza: “La revolución es la revolución, y es lógico que la revolución comporte derramamiento de sangre […] Matar, sí, matar al que haga falta, es un imperativo de la revolución” (p. 165). Algo antes en su misma obra, reconoce que “al explotar una revolución ha de haber un margen de tiempo donde le terrorismo tenga su papel”, o “Siempre he creído que, en plena revolución, el enemigo ha de ser batido siempre, sin compasión, exterminado inexorablemente” (p. 62).

Checa en el convento de Vallmajor (Barcelona)
Pero no se trata de una teoría de Peiró. En más o menos grado encontraríamos multitud de textos revolucionarios de la época que justifican el terror como un mecanismo imprescindible para el proceso revolucionario. Un ejemplo: en el periódico del trotskista POUM, Avant (31 de julio de 1936), se lee: “Terrorismo revolucionario y terrorismo contrarrevolucionario. Hay un tipo de terrorismo inevitable, necesario y fructífero para la causa de la revolución […] Nosotros, marxistas revolucionarios, no somos enemigos del terror, que es un instrumento de clase y una necesidad histórica. No podemos plantearnos este problema desde el punto de vista sentimental y abstracto, sino desde el punto de vista político y de acuerdo con las necesidades de la revolución”. El texto sigue y denuncia las acciones del terrorismo aislado, fusilamientos descontrolados, saqueos y pillajes. Pero no pone en duda la teoría del terror revolucionario. Peor aún, se distinguen dos tipos de terror, uno el revolucionario, que por obra y gracia de no sé sabe qué, es justificable; y otro el contrarrevolucionario, condenable en sí mismo. Esto es un claro ejemplo de lo que se llama el “supremacismo moral” de la izquierda. Haga lo que haga, la izquierda siempre será moralmente superior a sus enemigos. Aunque cometa un genocidio tras otro.
La justicia, la “verdadera” justicia revolucionaria, no podía someterse a protocolos burocráticos, garantías pequeñoburguesas, complejidades para el trabajador: debía ser directa, inmediata, pura y, consecuentemente, terrible
Curiosamente, revolucionarios que asumían la teoría del terror, se quedaron helados al ver cómo se convertía en práctica. Uno de ellos, Carles Gerhard Ottenwälder, fue un catalán nacido en Valls (Tarragona) y de padres suizos. Acabó militando en el estalinismo del PSUC, aunque venía de posiciones políticas más moderadas. Fue –entre otros cargos que ostentó- el responsable de salvaguardar el Monasterio de Montserrat para que los anarquistas no lo quemaran. Sus memorias se centran en esa fase de su vida y se titulan: Comissari de la Generalitat a Montserrat (1936-1939). Siendo comunista, escribe: “Cataluña comenzaba así a vivir bajo el ambiente de terror y, cosa peor, algunos comités, una vez iniciada de aquella manera el camino del puro delito, se consideraban irremisiblemente vinculados [al terror]”.
Hasta obreristas de ERC se declaraban espantados. Marià Rubió i Tudurí, diputado de ERC, en su obra Barcelona 1936-1939, era contundente: “La palabra terror aplicada al período inicial de la Guerra Civil en la zona que se mantuvo fiel a la República, y consecuentemente en Cataluña, no es ninguna exageración” (p. 91). Claudi Ametlla, el que no pudo disuadir a Companys para combatir a los anarquistas, escribía en su memorias: “El imperio del espanto, del crimen y del miedo han empezado por Cataluña” (p. 148). El propio alcalde de Barcelona Carles Pi i Sunyer, de ERC, recoge en escritos varios la sensación de terror que se vivía en la ciudad, pensando quién sería el siguiente de ser arrancado de su casa para ser ejecutado en alguna cuneta.
Esto es un claro ejemplo de lo que se llama el “supremacismo moral” de la izquierda. Haga lo que haga, la izquierda siempre será moralmente superior a sus enemigos.
El historiador anarquista César M. Lorenzo, en Les Anarchistes espagnols et le pouvoir (1868-1969), relata aquellos primeros momentos de eclosión revolucionaria: “La fiesta podía empezar: explosiones de júbilo, concierto de claxon, marea de banderas al viento, grupos de gentes con pañuelos rojos y negros al cuello, grandes letras con las siglas de la CNT-FAI, en muros y vehículos requisados, expropiaciones revolucionarias […] Una extraordinaria atmósfera de libertad, pero también de ajustes de cuenta. Amenazas, ejecuciones sumarísimas de burgueses y de elementos de la derecha, caza de curas, incendio de conventos e iglesias. Todo esto es lo que caracterizó los días que siguieron al triunfo del anti-fascismo […] Las corbatas y los bonitos sombreros desaparecieron como por arte de magia; Casi todos se vistieron con mono de obreros. Era la aurora roja de la revolución […] Una sociedad nueva surgía”. El terror, estaba cumpliendo perfectamente su función. A ello se le sumó el cinismo. La Vanguardia del 21 de agosto de 1936, se hace eco de un artículo publicado en Tierra y Libertad. El texto es sorprendente: “Es francamente inexplicable ese temor de la pequeña y modesta burguesía hacia nosotros […] La CNT y la FAI les invita a abandonar sus temores”. Difícil petición cuando en calles y cunetas cada día aparecían ejecutados pequeños y modestos burgueses.
Javier Barraycoa