Ya en 1932, Aldous Huxley, en la introducción de Un mundo feliz, señalaba: «A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador hará bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino». Nunca unas palabras habían sonado tan proféticas. Michael Foucault, gurú entre los gurús de los estudiosos del sexo, anunciaba en su Historia de la sexualidad que: “Poder y placer no se anulan; no se vuelven el uno contra el otro: se persiguen, se encabalgan y reactivan”.

MIchel Foucault
La tesis de Foucault, mal interpretada por muchos de sus más entusiastas seguidores, es que en la modernidad, a partir del siglo XVIII, se inicia el verdadero control de la sexualidad por parte del Poder. Este control no es por represión sino por reglamentación, por categorización, por intromisión del Poder en los asuntos sexuales bajo capa de salud pública. Ya no hay sexo, sino que hay sexualidades, patologías, consejos y educaciones sexuales. El Estado se convierte en médico curativo y en el legitimador, a la vez que garante, de las sexualidades, todo ello como instrumento de dominación. La represión sexual, paradójicamente, se lleva a cabo desde la explicitación pública del discurso sexual. El Poder domina a los individuos en la medida que es capaz de “categorizar” la sexualidad. Los seguidores de Foucault soñaban que eso iba a cambiar. Pero el caso es que hoy, más que nunca, esos mecanismos de control siguen vigentes.
Esta comprensión de la modernidad como extraña represora de la sexualidad, no deja de sorprender, quizá precisamente porque el mecanismo que describía Foucault ya está totalmente consolidado. En la medida que se multiplican las categorías y matices sexuales, otras categorías de análisis se simplifican. Sorprenden, por ejemplo, las lagunas o los silencios que planean sobre la cuestión feminista. Iniciando el siglo XXI, el siglo de las mujeres como lo han llamado algunos, las claves de interpretación parecen veladas para el público general. Mal favor le hacemos a la cuestión femenina si ocultamos aquellos hechos que nos permiten comprender mejor la realidad.
La modernidad contra la mujer

Voltaire
La autocomprensión de nuestra modernidad como “liberación”, nos ha impedido atender a ciertas contradicciones más que evidentes. Hoy el feminismo, de hecho, se nos presenta como un movimiento moderno. No obstante, posiblemente, la mujer nunca fue tan denostada explícitamente como en el pensamiento de los padres intelectuales de la modernidad. Ya en la Ilustración se pusieron de moda las apostillas sobre las mujeres. Voltaire, por ejemplo, hacía reír al público con frases como: “Las mujeres son como las veletas, sólo se quedan quietas cuando están oxidadas”.

Enmanuel Kant
Kant, uno de los grandes teóricos de la democracia moderna, en su obra De lo bello y lo sublime, ironiza sobre la pretensión de las mujeres para alcanzar ciertos saberes científicos como las matemáticas e insinúa que para hablar de física deberían ponerse una barba postiza para adquirir el aspecto de “profundidad”. Schopenhauer, un burgués de izquierdas, en el Arte del buen vivir, describe el sexo femenino como absorbente y totalizante, obsesionado con un único objetivo: las relaciones sexuales. Hegel, teórico del Estado moderno, en la Fenomenología del Espíritu pone en marcha las categorías del pensamiento moderno para definir que el destino de la mujer está en el hogar y el de hombre en el Estado.

Friedrich Nietzsche
Nietzsche, todavía hoy banderín de enganche del nihilismo posmoderno, se caracterizó por sus frecuentes ataques a la mujer y a todo movimiento feminista. En su obra Más allá del bien y del mal anunciaba: «desde la Revolución francesa la influencia de la mujer ha disminuido en Europa en la medida que sus derechos y pretensiones han aumentado, y la emancipación de la mujer se revela como un curioso síntoma de debilitamiento de esterilización gradual de los instintos femeninos primordiales». En la misma obra, Nietzsche vindica el «abismo que separa al hombre y la mujer», negando todo principio de igualdad entre ambos sexos. En Así habló Zaratustra, el filósofo alemán sigue arremetiendo: “¿No es mejor caer en manos de un asesino que en los sueños de una mujer lasciva?” Algo nos dice que la misoginia nietzscheana no es meramente accidental.

Charles Darwin
El padre del evolucionismo, Charles Darwin, aplicó su teoría no sólo al hombre en general, sino a distinguir la evolución entre el hombre y la mujer. En su obra El origen del hombre afirma que: «si los hombres están en decidida superioridad sobre las mujeres en muchos aspectos, el término medio de las facultades mentales del hombre estará por encima del de la mujer». El entusiasmo que en ciertos ambientes sigue generando el psicoanálisis, contrasta con la comprensión freudiana de lo femenino. Freud siempre negó la existencia de la feminidad como algo natural, afirmándolo como algo que «se hace» culturalmente. Para Freud sólo la masculinidad era innata en todos los individuos y la mujer vendría a ser «un hombre castrado». Así, sobre la base de este principio, pretendía explicar las frustraciones sexuales de la mujer por añorar el elemento fálico del cuerpo masculino. Por eso, durante mucho tiempo, el feminismo tuvo que dejar a Freud en el baúl de los recuerdos.
Hoy en día psicoanalistas feministas como Karen Horney o Melanie Klein, han dado la vuelta al argumento freudiano y pretenden hacernos creer que es el hombre el que siente envidia por el cuerpo de la mujer. Pero Freud dijo lo que dijo. Podríamos coleccionar toda una retahíla de citas de los “padres de la modernidad” que nos llevarían a una sorprendente conclusión: la modernidad nunca contempló lo que hoy se denomina liberación de la mujer. Paradójicamente el feminismo se siente deudor para con la modernidad.
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