De la nación histórica a la nación cívica

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DE LA NACIÓN HISTÓRICA A LA NACIÓN CÍVICA

Por Javier Barraycoa

Publicado en Revista Verbonúm. 465466 (2008), 403420

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Debemos a Donoso Cortés la genial intuición de concebir la modernidad anticristiana no como un proceso homogéneo y regular sino como una extraña sucesión, bajo forma de pliegue y repliegue, de dos sistemas: el “socialismo” y el “liberalismo”. El “socialismo”[1] se nos presenta como un sistema completo, como una emulación del sistema católico. Paradójicamente su solidez reside en ello: “El socialismo –decreta Donoso- no es fuerte sino porque es una teología”[2]. A nadie se nos escapa el carácter pseudoteológico de los movimientos revolucionarios o, como planteaba Karl Marx en La cuestión judía, la concepción de la política moderna como una continuidad profana de lo religioso. El carácter “redentor” de la ideología marxista, y con ella de toda la modernidad, puede rastrearse a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Igualmente es inseparable este redencionismo revolucionario de una secularización de la teología de la historia en forma de filosofías de la historia o historicismos.

Por el contrario, Donoso, concibe el “liberalismo”[3] como una escuela que: “no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquél transitorio y fugitivo en el que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema[4]. La rica descripción sobre el liberalismo en El Ensayo nos permite conceptualizarlo como un sistema en el que prescriben los historicismos y se configura un tiempo sin deseo de Historia[5]. Por eso, para Donoso, las fases de “liberalismo” son un periodo intermedio, entre sistemas “socialistas”, o anti-crísticos, cuando han fracasado y preparan nuevos intentos por imponerse otra vez.

El carácter “redentor” de la ideología marxista, y con ella de toda la modernidad, puede rastrearse a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Igualmente es inseparable este redencionismo revolucionario de una secularización de la teología de la historia en forma de filosofías de la historia o historicismos.

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Aunque han pasado muchos años desde que Donoso escribiera El Ensayo, en cierta medida este esquema puede ser aplicado a los procesos sociales y políticos que vivimos actualmente. La transformación de la “nación histórica” a la “nación cívica”, igualmente, no ha sido un proceso homogéneo. Tanto la realidad política, como la forma de ser teorizada, se ha visto sometida a pliegues y repliegues que podrían explicar las aparentes contradicciones entre diferentes sistemas políticos anticristianos como el socialismo y el liberalismo. Para el desarrollo de esta tesis, en primer lugar, recurriremos al concepto de “transfiguración” propuesto por Maffesoli. Las transformaciones políticas vienen acompañadas siempre de transfiguraciones en los imaginarios sociales, de tal forma que: “Cualquiera sea el nombre que se le dé, el poseedor del poder cristaliza la energía interna de la comunidad, moviliza la fuerza imaginal que la constituye como tal y asegura un buen equilibrio entre ésta y el medio que la entorna, tanto social como natural[6]. Los profundos cambios estructurales que trajo la modernidad exigían cambios en los imaginarios colectivos de las sociedades que transformaba. Estos cambios, o transfiguraciones, nos permiten detectar las evoluciones de la propia modernidad que, como ya hemos señalado, no ha sido homogénea. De hecho, buena parte de la intelectualidad occidental quedó “descolocada” por la irrupción de la posmodernidad[7]. Ésta ha deshecho buena parte del imaginario colectivo moderno que, a su vez, había desplazado al del Antiguo Régimen. Brevemente nos centraremos en el imaginario de la modernidad y su transfiguración, para centrarnos posteriormente en la posmodernidad y su relación con la denominada “nación cívica”.

La primera “transfiguración”: de la nación histórica al nacionalismo y al internacionalismo.

Siguiendo la propuesta de Maffesoli podemos entender que la “transfiguración se opera cuando una figura se apoya en otra existente para volverse algo distinto[8]. Así, la modernidad sólo pudo aparecer tomando elementos, como por ejemplo el absolutismo, que ya se encontraban en el decaído Antiguo Régimen. Esta es la tesis que defiende contundentemente John N. Figgis, para el que el derecho divino de los reyes (curiosamente una idea moderna y no medieval) fue: “un paso necesario en la transición entre la política medieval y Moderna[9]. Esta divinización del poder contagió la modernidad hasta tal punto que en alguna obra he definido la modernidad como una época de fascinación por el poder y “la fascinación de las sociedades modernas por el poder político sólo es posible en la medida que la modernidad hereda la transfiguración divinizada que le aporta el absolutismo monárquico[10]. El paso del Antiguo Régimen a la modernidad, no sólo se realizó por “revolución”, sino también por “sublimación”, de ahí que la modernidad fuera acogida con una fascinación cuasi religiosa.

adem2Uno de los rasgos de la modernidad es el fenómeno de “nacionalismo” y éste no puede deslindarse de la aparición del Estado moderno. La literatura política al respecto es extensísima y no merece ahondar en ello. No obstante, nos detendremos en algunas aspectos del nacionalismo que nos permitan entender mejor el fenómeno de la “transfiguración”. La irrupción del nacionalismo no pudo producirse sin una potentísima agitación “imaginal” que disolviera el verdadero sentimiento de pertenencia histórica y lo sustituyera por otras formas de adhesión a la comunidad. De ahí que cobre especial importancia el estudio del Romanticismo como el generador de imaginarios que pusieron en marcha nuevas formas de auto-comprensión de algunas sociedades. Tomando el caso español y uno de sus nacionalismos, el catalán, sorprende encontrar en algunos teóricos del nacionalismo el reconocimiento del romanticismo europeo como una de las fuentes del “renacimiento” de lo catalán. Uno de los historiadores clásicos del nacionalismo, Antón Rovira i Virgili, él mismo nacionalista y republicano, propone que “el germen del catalanismo estuvo en la escuela romántica catalana … (Este romanticismo) Tenía más bien carácter anglosajón y se inspiraba en las obras de Walter Scott, Schlegel, Schiller y el lombardo Manzoni”[11]. Recientemente, en consonancia con las tesis de Rovira i Virgili, se ha publicado un trabajo sobre la enorme influencia que tuvo la literatura romántica catalana, a lo largo del siglo XIX, en la configuración de los “mitos nacionales” catalanistas[12]. El romanticismo recreó una historia que disolvía la Historia y la transfiguraba en un pasado inexistente pero legitimador de las aspiraciones del nacionalismo. El emerger de la nación moderna suponía la aniquilación de la nación histórica y real.

De ahí que cobre especial importancia el estudio del Romanticismo como el generador de imaginarios que pusieron en marcha nuevas formas de auto-comprensión de algunas sociedades.

Por eso, Alain Touraine define el nacionalismo como “un proyecto puramente político que trata de inventar una nación al dar a un Estado poderes no controlados para hacer emerger una nación e incluso una sociedad. Cuando es devorado por el nacionalismo, el Estado nacional deja de ser un componente de la sociedad y ésta corre el peligro de ser destruida”[13]. La aversión de Touraine por el nacionalismo se debe a que lo considera poco moderno y antidemocrático, aunque podría argumentarse que el nacionalismo es precisamente parte de la modernidad democrática. Sin embargo, queremos rescatar una apreciación válida que nos propone el filósofo francés, al percatarse de la transformación que produce el nacionalismo en las relaciones sociales, ya que: “sustituye la complejidad de las relaciones sociales por la pura afirmación de una pertenencia que se define menos por su contenido que por la naturaleza de sus adversarios[14]. Dejando de lado esta forma de adhesión provocada por el rechazo de “los otros[15], sí que merece especial atención recalar en la idea que la modernidad produjo profundas transformaciones en los mecanismos relacionales y en la estructura de adhesiones, fidelidades y afectividades de los individuos que las componían. El sociólogo francés, Gilles Lipovetsky, siguiendo los pasos emprendidos por Alexis de Tocqueville, a la hora de analizar la democracia moderna, propone que la aparición del Estado moderno sólo fue posible en la medida que se debilitaron los lazos familiares y los códigos de obligación y reciprocidad entre familiares y miembros de la sociedad: “la centralización efectiva y simbólica que ha operado el Estado moderno, desde el absolutismo, ha jugado un papel determinante en la disolución y en la desvalorización de los lazos anteriores de dependencia personal”[16]. La “transfiguración” de las formas de adhesión modernas, en las que se sustituyen los vínculos familiares y comunitarios reales por un “sentimiento común”, nos permitirán explicar mejor la esencia del nacionalismo en la modernidad y, posteriormente, ciertas actitudes de la posmodernidad.

MORALITY 12-28-98Sin embargo, no podríamos explicar la fuerza de la idea de “nación” moderna por el mero influjo del romanticismo o por la aparición de nuevas formas de cohesión. Quizá, en un nivel más profundo, operó una lógica invisible junto con la aparición de la modernidad y la consiguiente secularización. La pérdida del horizonte de la inmortalidad, tras el desplazamiento de la religión por la política en la modernidad, permitió que la nación subsumiera la función de eternalizar al individuo: “La inmortalidad a través de la nacionalidad –propone Baumanestaba hecha a la medida de la gente común[17]. Este no sería el único resorte, ya que: “Tanto la nación como la familia –continúa Bauman- son soluciones colectivas del tormento causado por la mortalidad individual. Ambas transmiten el mismo mensaje: mi vida, por breve que sea, no es vano ni carente de sentido si, a su modo y en pequeña escala, ha contribuido a la duración de una entidad mayor que yo mismo”[18]. Esta “igualdad funcional” entre las dos instituciones convirtió al Estado moderno en el enemigo declarado de la familia. Muchos ideólogos y sociólogos anunciaron la necesaria muerte de la familia en la modernidad y su sustitución por el Estado. Por ejemplo, para Jenkin Lloyd Jones: “El Estado no es sino la paternidad coordinada de la infancia, que cede ante la inexorable lógica de la civilización que impondrá la coparticipación, la cooperación, la vida y la conciencia colectivas[19].

Con la modernidad, desfuncionalizada la familia y otros cuerpos sociales, el individuo hubo de someterse al Estado. A cambio, éste le concedió el atributo de ciudadano. Paradójicamente el Estado-nación aportó la idea de ciudadano que contenía en sí un componente de universalidad. Fue Max Stirner el que detectó esta contradicción al afirmar que el civismo es: “es la idea de que el Estado es todo, de que él es el hombre por excelencia, y que el valor del individuo como hombre se deriva de su cualidad de ciudadano. Bajo ese punto de vista, el mérito supremo es ser buen ciudadano; no hay nada superior[20]. En mi libro Sobre el poder, me he atrevido a definir la idea moderna de ciudadano como “un individuo, esto es, una persona desposeída de determinaciones vitales e históricas, sólo definible por los derechos y deberes que emanan de su relación con su Estado[21]. En este hecho encontraremos una aparente contradicción. Para que el Estado consiga ciudadanos, debe desarrollar un proceso educativo en el que se anulen las tradiciones culturales e históricas. Una de las funciones del nacionalismo reside en descontextualizar a las personas de sus referencias históricas reales para sustituirlas por meras fabulaciones sentimentales. El ciudadano moderno emerge contra su historia y tradición que lo diferencia de otros hombres pertenecientes a otras tradiciones culturales. En la medida que todos los Estados nacionales engendraban “ciudadanos”, se preparaba también el universalismo o cosmopolitismo moderno.

Alain Touraine define el nacionalismo como “un proyecto puramente político que trata de inventar una nación al dar a un Estado poderes no controlados para hacer emerger una nación e incluso una sociedad.

La aparente diatriba irresoluble entre el Estado burgués nacionalista y el internacionalismo marxista, no lo es tal. El Estado burgués fue preparando el universalismo marxista. No es de extrañar, por tanto, que tras el nacionalismo siempre acabemos descubriendo una vocación revolucionaria universalista. La modernidad, en sus variantes burguesa o marxista, aspiró a crear “ciudadanos cosmopolitas”. Max Scheler nos advertía de este cosmopolitismo: “Universalmente humano es una palabra a cuya significación se asocia un valor supremo. Pero psicológicamente no se descubre en ella nada más que odio y negativismo contra toda forma de vida y cultura”[22].

No queremos entretenernos más en esta descripción de la modernidad, pues no es el objeto exclusivo de esta exposición. Sólo indicaremos algunos atributos de esta “transfiguración” que nos permitirán la comparación con la posmodernidad. La modernidad generó un sentido de la historia optimista, donde las sociedades concretas se abocaban a un universalismo regidas por leyes inmutables. La racionalidad y la ciencia se convirtieron en el paradigma de la interpretación de la realidad. El orden social y la homogeneización, a través de la igualdad, se proclamaron los ideales de la futura sociedad. La redención humana, en fin, sólo era posible a través de un esfuerzo colectivo y orientado universalmente.

La segunda “transfiguración”: la disolución de lo social y la nueva ciudadanía.

adem1Podríamos definir la posmodernidad como un agotamiento repentino de las promesas modernas. El optimismo ha sido sustituido por un profundo pesimismo. La certeza científica aplicada a la organización social ha dejado paso a la incertidumbre; la exaltación del orden, al intento tembloroso de comprender el caos. La racionalidad deja su espacio al nihilismo, el impulso o la intuición. La Historia es sustituida por las “historias cotidianas” y las “vivencias banalizadas”[23]. Las categorías colectivas, en definitiva, han sido sustituidas por el subjetivismo. Si la modernidad fue auto-interpretada en clave eminentemente política, la posmodernidad se nos presentará como un reflejo de la muerte de la política, lo que es lo mismo que afirmar la muerte de la vida social. El Estado moderno quiso elevar a los ciudadanos a las altas esferas de la política. Ahora el poder político genera una “idiolectia”, esto es un lenguaje sólo inteligible por unos pocos iniciados. Desde las tesis neoliberales, la explicitación de la muerte de lo social no deja aún de sorprender y todos nos acordamos de aquellas declaraciones de Margaret Thatcher: “la sociedad no existe”[24]. Igualmente hemos tenido que oír, en boca de políticos españoles autodefinidos como liberales, una versión más moderada: “las comunidades no pagan impuestos, sino los individuos”. En cierta medida se evidencia, más que nunca, la proximidad entre los planteamientos hiperindividualistas de autores como Nozick, ídolo de la derecha norteamericana, con las tesis anarquistas[25].

Ahora el poder político genera una “idiolectia”, esto es un lenguaje sólo inteligible por unos pocos iniciados.

La “sublimación colectiva” que provocó la modernidad, se transforma en “trivialización de la vida individual” en la posmodernidad. Este fenómeno enmascara el triunfo del inmanentismo. Sutilmente estamos siendo testigos de una “inmanentización” de las categorías colectivas que rigieron la modernidad política, para ser subsumidas por el sujeto posmoderno. Si bien, como dijimos, el Estado moderno se presentó como un redentor, ahora parece que presta al individuo esa virtud, permitiéndonos auto-constituirnos en redentores de nosotros mismos[26]. Describir este proceso en su totalidad se nos torna imposible. Pero, a modo de ejemplo, podemos señalar la crítica que Michel Foucault realiza del Estado moderno considerándolo como un “panóptico”, esto es una estructura desde la que muy pocos observan a todos. Ahora, esta estructura se ha transformado en sinóptica, donde muchos observan a unos pocos. Los programas televisivos como Gran Hermano, Supervivientes, etc., nos abocan al vouyerismo colectivo, haciéndonos partícipes –y cómplices- de esta característica del poder.

El proceso de inmanentización que sufrimos traerá consecuencias insospechadas. Los ecos y las resonancias pseudo-religiosas de la modernidad quedan transfigurados bajo nuevas formas sutiles pero omnipresentes. Siguiendo la terminología de Jung, una vez muertos, los dioses tienden a renacer bajo forma de enfermedad. Igualmente, Theodor Adorno, en su Minima Moralia, establece que: “el terror del yo ante el abismo es desalojado gracias a la preocupación por algo que no pasa de ser un problema de artritis o de sinusitis”. Se cumple así aquella observación realizada por Christopher Lasch: “A comienzos de la Edad Moderna la Iglesia o la Catedral constituían el centro simbólico de la sociedad; en el siglo diecinueve, el poder legislativo ocupó su lugar y, en la actualidad, el hospital[27]. De ahí que el Estado haga de la sanidad uno de sus fundamentos. El temor a la Guerra fría ha sido sustituido por el temor a las epidemias y enfermedades. La medicalización de la vida ha transformado la farmacias, en boca de Vicente Verdú, en los pacificadores sociales: “A la lucha de clases ha sucedido a la lucha por ser yo (…) La clave no se investiga en los males de la organización social sino en la novela psicológica de la vida privada, mientras que la esperanza pasa de la revolución a los ansiolíticos (…) el desarrollo de la asistencia psiquiátrica, la proliferación de antidepresivos, el enorme consumo de sedantes y píldoras de la felicidad se corresponden con esta patología que el hiperindividualismo ha esparcido por nuestra sociedad”[28]. Quizá sea el momento de recuperar el concepto de “biopoder”[29], esbozado por Foucault, para intentar entender las nuevas estrategias del poder en la posmodernidad. Interpretando libremente este concepto, lo definiríamos como aquellas extensiones y estrategias del poder que permiten generar obediencia sin necesidad de evidenciarse.

Como la inmortalidad, en la posmodernidad, ya no es buscada en la nación, el sujeto posmoderno se aferra, más que nunca a la familia, pero no a la familia como una instancia superior a él

adem6Pero el análisis debe profundizarse más. En la medida que se transforma la sociedad también se van trasformando las formas de la “vivencia de lo social”. Parafraseando a Ernst Gellner, podemos considerar el hombre actual como un hombre modular. La metáfora está tomada del moderno mobiliario. Un hombre tradicional se parecería –propone Gellner– a los viejos muebles que tenían una forma definitiva. El hombre posmoderno se modula en función de las circunstancias y las instituciones: “es capaz de unirse en asociaciones e instituciones eficaces, sin que éstas deban ser totales, jerarquizadas, respaldadas por el ritual y estables”. Estas alabanzas, no compartidas, de Gellner hacia el hombre modular nos muestran un nuevo tipo de sociedad al que estamos abocados y en la que el hombre se transforma en un dominador hipotético de las estructuras sociales. En la sociología se ha acuñado el término familia-puzzle para definir un tipo de institución –la familia- que puede ir componiéndose y recomponiéndose a lo largo de la vida, sin que la institución “doblegue” la autonomía del individuo. El Estado moderno quiso aniquilar u ordenar bajo sus criterios la familia. En la posmodernidad, el Estado sanciona los deseos subjetivistas de reconstrucción familiar según las más variadas alternativas. Como la inmortalidad, en la posmodernidad, ya no es buscada en la nación, el sujeto posmoderno se aferra, más que nunca a la familia, pero no a la familia como una instancia superior a él, sino como aquella estructura puzzle que puede construir y reconstruir. Este hecho nos llevaría a entender la paradójica sobrevaloración de la familia posmoderna. Contra algunos optimistas que quieren ver en este fenómeno un síntoma de recuperación moral y social, en el fondo sólo manifiesta una agudización de la secularización.

Zygmunt Bauman señala, igualmente, nuevas formas de asociación que están surgiendo. Éstas son descritas como “comunidades del miedo”. El denominador común de este tipo de asociaciones, y experiencias comunitarias, reside en que los hombres se asocian por compartir temores y angustias. De hecho, podemos afirmar con Bauman que “El mundo moderno es una container de lleno hasta el borde de miedos, dispersos y esparcidos del miedo y la desesperación flotantes, que buscan desesperadamente una salida”[30]. Así, se van multiplicando las asociaciones de afectados por los más variados motivos, los grupos de ex adictos, las asociaciones de maltratadas y un largo etcétera de formas de agruparse que parecen sustituir la función acogedora y reparadora de la familia tradicional. Este tipo de asociaciones también podrían denominarse comunidades “perchero”: donde todo el mundo quiere dejar colgados sus males y miedos. Esta dinámica social vendría a ser una manifestación, en palabras de Bauman, de la muerte del Ágora. El Ágora podría interpretarse como un espacio público y privado a la vez, donde los hombres pudieran experimentar el bien y la justicia sociales y la posibilidad de sentirse partícipes de su consecución. Pero esta experiencia –sentencia Bauman- ya no es posible para el hombre actual. De ahí que busque refugiarse en otro tipo de “vivencias”, pues ya no puede sentirse parte de una comunidad.

Sería largo extenderse en los niveles de incertidumbre a los que se somete el individuo una vez muere la “experiencia lo social”. Sin embargo, esta incertidumbre es la que permite entender muchos fenómenos actuales. Entre ellos la muerte de la política y su sustitución por la “estética”. Tomando nuevamente la tesis de Maffesoli podemos entender la “estética” (aisthesis) en su referencia etimológica: “experimentar juntos las emociones”[31]. De ahí que, tras la muerte de la vida política, se incrementen las afectividades y los deseos de “sentir juntos”. Esta necesidad penetra incluso en la vida familiar donde las viejas relaciones de respeto y autoridad, son sustituidas por sobredosis de sentimientos. Los “buenos padres” ya no son aquellos que educan bien a sus hijos, sino lo que llenan su infancia de afectos y emociones. Perdidas otras referencias, los padres se transforman en “gestores emocionales” de su entorno familiar. Igualmente, la eclosión de afectividades es lo que permite que cualquier situación anteriormente reprobable moralmente quede justificada “por sentimiento”.

La impotencia actual para la acción social se torna profundamente frustrante ya que el imaginario colectivo democrático no es capaz de visualizar un poder real por encima de la ciudadanía.

adem7Herbert Spencer, en su famosa obra El individuo contra el Estado, planteaba una dialéctica a mi entender falsa. En Sobre el poder, he intentado demostrar que es precisamente el Estado moderno el que acaba fomentando el individualismo como una estrategia de consolidación del Estado. Si bien en la modernidad el Estado intentó contagiar al individuo de los ideales de sacrificio por el colectivo, en la posmodernidad sucederá lo contrario. La política de los Estados actuales se centran en la satisfacción de todas las apetencias individualistas y subjetivas del ciudadano. Si a esta dinámica le sumamos los altos niveles de incertidumbre que supone la sociedad actual, se acabará creando una situación profundamente contradictoria. Esta situación ha sido descrito por Lipovetsky de la siguiente forma: “El Estado moderno ha creado a un individuo apartado socialmente de sus semejantes (…) cuando más los individuos se sienten libres de sí mismos, mayor es la demanda de protección regular, segura por parte de los Estados[32]. Con otras palabras, el individuo que aparentemente nos hace fuertes, nos lleva a reclamar que el Estado sea más fuerte para protegernos. Con términos más contundentes, Mafessoli sentencia que: “La sumisión no es más que el correlato de la protección[33].

Muchas son las reflexiones que podríamos aportar para demostrar que la hiperindividualidad y el subjetivismo no han constituido un hombre fuerte y seguro de sí mismo. El sentimiento de libertad posmoderno debe enfrentarse a la realidad. Bauman sentencia que: “La libertad de pensamiento, de expresión y de asociación ha alcanzado proporciones sin precedentes y está más cerca que nunca de ser ilimitada. La paradoja, sin embargo, es que esta libertad sin precedentes aparece en el momento en que no existe en qué emplearla y en el que hay pocas oportunidades de convertir la libertad ilimitada en la libertad de acción[34]. En otra obra, propone igualmente: “La libertad sin precedentes que nuestra sociedad ofrece a sus miembros ha llegado, como advirtió Leo Strauss, acompañada de una impotencia sin precedentes[35]. La impotencia actual para la acción social se torna profundamente frustrante ya que el imaginario colectivo democrático no es capaz de visualizar un poder real por encima de la ciudadanía.

La tercera “trasfiguración”: muerte, catarsis y resurrección.

El cántico al individualismo y al subjetivismo ha derivado en una profunda insatisfacción. Uno de los actuales ideólogos del socialismo español es el sociólogo José Félix Tezanos. Una de sus obras tiene un título significativo: La democracia incompleta[36]. La modernidad se nutrió de la idea de crisis y decadencia. La sociedad soñada llegaría superando una serie de crisis que nos salvaría de la decadencia del Antiguo Régimen[37]. Reflejo de este espíritu lo podemos encontrar en la Constitución americana donde se recogió el “derecho a ser felices”[38]. La posmodernidad ha sustituido el sentimiento de crisis por el de insatisfacción. O, mejor dicho, nuestro tiempo actual se percibe como una insatisfacción permanente. Todos los intentos, por parte del poder político, de satisfacer la felicidad individual resultan infructuosos. En la medida que los niveles de insatisfacción se elevan, más se exigen a las relaciones sociales, entre ellas, especialmente a la familia. Por eso, para compensar, los altísimos niveles de autorrealización y satisfacción que se esperan de la familia son prácticamente imposibles de cumplir. De ahí que, aunque la posmodernidad la familia sea hipervalorada, más rupturas se producen.

Al reconocer derechos específicos para determinadas minorías, y aplicar políticas de apoyo, siempre acabará surgiendo una nueva minoría que se sentirá ofendida por esa discriminación positiva.

Un ejemplo de esta situación la encontramos en la reflexión de varios sociólogos que han denunciado las políticas sobre las minorías. Fracasado el ideal universal del ciudadano ha llevado a concebir –tal como hace Touraine– sociedades multi-comunitarias. Las sociedades posmodernas, compuestas de múltiples minorías (sean raciales, sean culturales, sean sexuales), generan políticas de discriminación positiva. Al reconocer derechos específicos para determinadas minorías, y aplicar políticas de apoyo, siempre acabará surgiendo una nueva minoría que se sentirá ofendida por esa discriminación positiva. Cuando se quieren emprender políticas para reforzar la posición de una minoría étnica, otra minoría se sentirá agraviada. Cuando se quiere favorecer a los no fumadores, los fumadores se sentirán perjudicados, etc. Esta dinámica puede tornarse interminable y siempre generará insatisfacción en diferentes colectivos. La democracia posmoderna no sólo es incompleta, sino que, además, nunca podrá concluirse. La modernidad secularizó la esperanza escatológica y trató de mantener una tensión histórica. Ahora ha triunfado la aspiración a conservar el Estado de Bienestar. Pero todo nos indica que el Estado de Bienestar sólo produce un profundo “malestar” o, parafraseando a Verdú, “enfermos democráticos”.

adem9La propia democracia posmoderna ha iniciado un camino extraño, pero atractivo para el sujeto posmoderno. El poder político plantea eliminar el máximo número posible de los límites de la individualidad. Pero rápidamente emerge una contradicción: hay que poner reglas para eliminar esos límites. Esta dinámica ha llevado que los Estados actuales no dejen de legislar para garantizar las libertades subjetivas. Y cuantos más derechos subjetivos se reconocen, más legislación debe salvaguardarlos. Así, los “nuevos modelos familiares”, reflejo de la subjetivación individualista, deben someterse a las normativas y registros. Se cumple así aquella profunda definición del Estado que nos proporcionaba Hegel: “es la anarquía constituida”. La sobredosis de legislación permite contener una sociedad en disolución. El hombre posmoderno se siente psicológicamente liberado de las cargas de sus ancestros, pero él mismo debe someterse a una estructura legislativa-burocrática que jamás conoció la historia.

Esta “libertad reglamentada” debe convivir con un colapso de la electividad del individuo posmoderno. Hace muchos decenios, Daniel Bell, en su obra Las contradicciones culturales del capitalismo, profetizaba que la construcción de la identidad del hombre moderno debería enfrentarse a la ardua dificultad de elegir. Una de las causas de este colapso de la libertad se debería a la pérdida de las referencias colectivas y de la visualización de la sociedad como una estructura jerarquizada. El actual “presenteísmo[39] lleva a concebir la sociedad como “policéntrica”, presentando muchos puntos de interés sin posibilidad de jerarquizarlos moralmente, donde se pierde la capacidad de tomar decisiones coherentes y bajo un prisma de proyección vital. Por eso, contra el discurso dominante, hay que afirmar que la “cultura de valores”, no puede remediar esta carencia de elección. Hablar de “crisis de valores” es un pleonasmo, pues el discurso de los valores ya de por sí es un síntoma de crisis social.

Algunos intentos –sobre todo por parte de intelectuales de izquierdas- de reconducir la posmodernidad, han hecho hincapié en la crisis del concepto de ciudadano. La lógica de una sociedad en la que se eliminen el máximo de límites para el individuo se extiende también a la economía y se configura así la globalización económica como las “reglas que desregularizan”. Acertadamente, algunos han observado que una vez logrado el estatus de ciudadano, tras la modernidad, ahora se nos ha concedido el estatus de ciudadanos-consumidores. No podemos abstraernos de una curiosa contradicción que domina nuestra cultura. Pierre Bourdieu, por ejemplo, antes de fallecer, no cejó en criticar la globalización en tanto que pretendía establecer un mercado sin normas. Sin embargo, los que quieren normas para el mercado no aceptan normas para la vida moral. Si bien el liberalismo, apunta Bauman, quiere un mercado sin normativizar, pretende imponer (consensuar) una moral publica. Por el contrario, el socialismo pretende normativizar el mercado y desregularizar la vida moral[40]. Por no extendernos excesivamente, sólo apuntar que muchos intelectuales intentan –vanamente- reconciliar la idea de ciudadano moderna, con el culturalismo. La vieja idea de ciudadanía, en cuanto que desvinculación de características diferenciadoras, debe ahora asumir la pluralidad cultural. Para lograr esta conciliación, los juegos intelectuales que se han realizado son complejos e infructuosos. Touraine, por ejemplo, tiene que inventarse el término “multicomunitarismo”, para salvaguardar la idea de ciudadanía ante la multiculturalidad.

El análisis de los cambios sociales es una dimensión del conocimiento en el que la sociología se ha querido especializar, pero las limitaciones intelectuales al respecto son más que evidentes.

Si siguiéramos este análisis, nos quedaríamos con la sensación de que nuestra sociedad, al menos tal y como la conocimos, ha entrado en crisis. La esperanza en la economía o la técnica es vana. Hace medio siglo, nada más acabar la Segunda Guerra Mundial, Huizinga escribía un profético texto sobre la futura crisis occidental y avisaba: “el baluarte de la perfección técnica y de la efectividad económica no preserva en modo alguno nuestra de la barbarización. Manejando esos perfeccionamientos, la barbarie se hace más fuerte y tiránica”[41]. Pero ya hemos afirmado que el concepto de crisis es rechazado por la propia posmodernidad. Por eso podemos encontrar diversas posturas ante la sensación de crisis. Por un lado los que simplemente la niegan. Quizá el más sorprendente es el otrora crítico de la sociedad posmoderna Lipovetsky. En sus últimas obras, se ha transformado en un ardiente defensor del hiperindividualismo. Así, llega a afirmar que: “Los ideales del amor, la verdad, la justicia y el altruismo no están en bancarrota: en el horizonte de los tiempos hipermodernos no se perfila ningún nihilismo total”[42]. Por otro lado, los que aceptan la crisis, pero la prevén como una situación transitoria hacia un futuro prometedor. Este es el caso de autores curiosos como Michel Onfray, auto-titulado el “Zaratustra del siglo XXI”, que definen así la presente situación: “El nihilismo europeo anuncia el fin del universo y la dificultad de la llegada de otro. Período intermedio, confusión de identidades entre dos visiones del mundo”[43].

Curiosamente, esta percepción de Onfray coincide, en cierta medida, con aquella característica del liberalismo que definía Donoso, y con la que comenzamos este artículo. El problema está en dilucidar hacia dónde nos encaminaremos: hacia Jesús o hacia Barrabás. El análisis de los cambios sociales es una dimensión del conocimiento en el que la sociología se ha querido especializar, pero las limitaciones intelectuales al respecto son más que evidentes. Un singular sociólogo, Pitirim Sorokin, propuso el concepto de “catarsis” para explicar cómo se podía evitar la disolución de una sociedad dominada por los valores sensualistas[44]. Este término, Katharsis, volverá a ser utilizado por Huizinga para darnos un conejo que nos permita escapar del nihilismo que advenía. Quizá sea la última esperanza que tenemos ya que, según él: “No se espere que la salvación venga de los poderes ordenadores. Los fundamentos de la cultura son de índole muy especial y no pueden sustentarse ni mantenerse en órganos colectivos (…) Lo que hace falta es una purificación interior que conmueva a los individuos. El hombre tiene que cambiar de habitus espiritual”[45].

NOTAS

[1] Para Donoso el término socialismo se toma en su sentido más revolucionario, por tanto no asimilable a la actual socialdemocracia, que en terminología de Donoso podría encasillarse como “liberalismo”.

[2] Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, Espasa-Calpe, Madrid, 1973, 3ª edic., p. 123.

[3] El concepto de liberalismo en Donoso es genérico y él mismo lo categoriza en tipos. Muy impropiamente lo podríamos aplicar sólo a los Partidos liberales.

[4] Íbid., p. 122.

[5] “El supremo interés de esa escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas; y para que no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse”, Íbid., p. 123.

[6] Michel Maffesoli, La transfiguración de lo político. La tribalización del mundo posmoderno, Herder, México, 2005, p. 57.

[7] Es indudable que la caída del muro de Berlín cogió desprevenida a buena parte de intelectualidad obnubilada por el hecho inesperado. Aunque la crisis teórica del marxismo se venía larvando desde los años 60, hasta hace apenas dos decenios no se ha empezado a teorizar con intensidad el fenómeno de la posmodernidad.

[8] Íbid, p. 238.

[9] John N. Figgis, El derecho divino de los reyes, FCE, México, 1984, p. 168.

[10] Javier Barraycoa, Sobre el poder, en la modernidad y la posmodernidad, Scire, Barcelona, 2003, p. 56.

[11] Antón Rovira i Virgili, Historia de los movimientos nacionalistas, Barcelona, Minerva, s/f., p. 496. El mismo Rovira i Virgili descarta la tradición literaria y política catalanas como origen del catalanismo.

[12] Cf. Magí Sunyer, Els mites nacionals catalans, Eumo, Vic, 2006.

[13] Alain Touraine, Un nuevo paradigma, para comprender el mundo de hoy, Paidós, Barcelona, 2005, p. 80.

[14] Íbidem.

[15] Para un análisis del nacionalismo desde esta perspectiva cf. Tzvetan Todorov, Nosotros y los otros, Siglo XXI, México, 2ª reimp., 2000. III parte.

[16] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 1994, 7ª edic., p. 192.

[17] Zygmunt Bauman, En busca de la política, FCE, México, 2001, p. 45.

[18] Íbid., p. 46.

[19] Cit. en Christopher Lasch, Refugio en un mundo despiadado, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 39.

[20] Max Stirner, El único y su propiedad, Orbis, Barcelona, 1985, Vol. 1, p. 105.

[21] Javier Barraycoa, Sobre el poder, en la modernidad y la posmodernidad, o.c., p. 67.

[22] Max Scheler, El resentimiento en la moral, Caparrós editores, Madrid, 1993, p. 190.

[23] Para un análisis en profundidad sobre el sentido del tiempo en la posmodernidad cf. Javier Barraycoa, Tiempo muerto. Tribalismo, civilización y neotribalismo en la construcción cultural del tiempo, Scire, Barcelona, 2005.

[24] Entrevista a Margaret Thatcher en Woman´s Own, 31 de octubre de 1988.

[25] Algunos autores han destacado esta extraña similitud entre la defensa del Estado ultra-mínimo de Nozick y ciertas posturas políticas de izquierdas negadoras de lo social.

[26] Tanto la modernidad como la posmodernidad contienen elementos gnósticos que explicarían esta dimensión redentora. Pero mientras que en la modernidad todavía rigen las categorías colectivas, en la posmodernidad subyace la lógica individualista.

[27] Christopher Lasch, o.c., p. 41.

[28] Vicente Verdú, El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 202 y s.

[29] Para un desarrollo del arenoso concepto de “biopoder”, cf. Michel Foucault, Seguridad, territorio, población, Akal, Madrid, 2008.

[30] Zygmunt Bauman, En busca de la política, o.c., p. 23.

[31] Michel Maffesoli, La transfiguración de lo político, o.c., p. 179. Cf. Michel Maffesoli, En el crisol de las apariencias. Para una ética de la estética, Siglo XXI, Madrid, 2007.

[32] Gilles Lipovetsky, La era del vacío, o.c., p. 195.

[33] Michel Maffesoli, La transfiguración de lo político, o.c., p. 58.

[34] Zygmunt Bauman, En busca de la política, o.c., p. 180.

[35] Id. La sociedad individualizada, Cátedra, Madrid, 2001, p. 115.

[36] Cf. José Félix Tezanos, La democracia incompleta, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002.

[37] Para un análisis del concepto de crisis desde las filosofías de la historia, cf. Reinhart Koselleck, Crítica y crisis. Un estudio sobre la patogénesis del mundo burgués, Trotta, Madrid, 2007.

[38] Imitando este espíritu constitucional, el reciente Estatuto de autonomía de Cataluña también proclamó el derecho a la felicidad.

[39] Término utilizado por Maffesoli para describir la aceptación de la realidad simplemente porque se nos presenta delante, y sin someterla a un pensamiento crítico

[40] Para un análisis de cómo el capitalismo globalizado influye en la estructura Psicol.gica y valorativa de los individuos, cf. Richard Sennet, La cultura del nuevo capitalismo y La corrosión del carácter, ambas editadas en Anagrama.

[41] Johan Huizinga, Entre las sombras del mañana. Diagnóstico de la enfermedad cultural de nuestro tiempo, Península, Barcelona, 2007, p. 195.

[42] Gilles Lipovetsky, La felicidad paradójica, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 14.

[43] Michel Onfray. La fuerza de existir. Manifiesto hedonista, Anagrama, Barcelona, 2008, p. 87.

[44] Cf. Pitirim Sorokin, Dinámica social y cultural, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962, Vol. 2, pp. 1375 y ss.

[45] Johan Huizinga, o.c., p. 212.

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